- Enfermedad
política.
Síntomas:
creerse imprescindible, no querer irse nunca; el adversario de fuera es un
rival a batir; el adversario de dentro es un enemigo a eliminar.
1
DE NOVIEMBRE. DÍA DE DIFUNTOS
Cada 1 de noviembre
recuerdo con especial intensidad a mi padre, que se fue demasiado joven. Era un
hombre íntegro que vivió siempre con mesura las victorias y nunca hizo de la
derrota una tragedia. Vivió como quiso y dejó de vivir cuando no pudo hacerlo
como quería, en una extraña mezcla natural de egoísmo y coherencia.
Cuando vivía, dejó caer
que le gustaría que le enterrasen en el pueblo… “aquí, cualquiera que pase me
echará un padrenuestro”, aunque nunca fue de misas ni de curas pero siempre le
tuvo miedo al fuego. Y allí está.
Ahora, cuando es más el
camino andado que el que queda por andar, me cuesta ir este día al pueblo. La
calle Real se ha convertido en la avenida de los ausentes y en el cementerio se
me ensombrece el rostro ante las hileras de nichos con los nombres de mi tía
Toñica, de mi tía Vitoria, de mi tío Frasco, de mis abuelos, de todos los que
un día fueron parte de mi historia y hoy solo son recuerdo. Pero mientras los
recuerdo, están vivos.
- Cuando
la vida te dé un barquinazo procura estar cerca de la orilla.
MUERTO
Soñé que había muerto, y,
en sueños, quise despertar. No pude. Efectivamente: había muerto.
- A muchos la corrupción les da igual; lo que más sienten es no
haber estado cerca de la caja.
LA
COMIDA
Soy propenso a apostar, y
un día, hace tiempo, por hacerlo, perdí una comida con unos amigos. Una paella,
dijo uno de los ganadores. Paella, lo más socorrido. Y se la encargué a otro
amigo que tiene un bar en mi barrio. “Déjalo de mi mano”, me dijo. Y así hice.
Yo estaba acostumbrado a comer la paella que ponía con el menú del día y que
llevaba, además de arroz, un poquito de pollo, gambas, chirlas, calamares y
algún que otro mejillón, vamos, lo que
yo compro en la pescadería de mi barrio para hacer la paella en casa. Pero mi
amigo quería que quedara bien y, además de lo anterior, a su paella le echó una
cantidad descomunal de bichos marinos –frutos del mar los llaman los
entendidos-, desconocidos para mí, que lo primero que pensé fue: esto me va a
salir por un ojo de la cara, y no porque yo sea un tío tacaño, que no, sino
porque tenía idea de que en la pescadería donde yo compraba, los precios de
aquellos bichos, que eran como alacranes gigantescos y tortugas gigantes más
bien enanas, eran prohibitivos, incluso para economías solventes que no les
diera cargo de conciencia gastarse tal dineral, conociendo el fin último de
toda comida y el hambre que hay en el mundo.
De lo que menos había en
nuestra paella era arroz, que es lo que más nos gusta a los que no tenemos
cogido el sabor de los alacranes ni de las tortugas. Y del pollo, ni rastro,
con lo rico que está el muslito y el buen sabor que le da al arroz. Pero, en
fin, mi amigo quería que quedase bien y, por lo visto, quedé como dios por la
mariscada, que no paella.
Mi problema vino a la
hora de hincarle el diente a semejantes bichos, bueno, hincarle, chupar, porque
los huesos de esos bichos se chupan, no se mastican, y, bien pensado, no
estaban malos… Pero ¿cómo se comían? ¿Cómo se partían aquellos huesos afilados?
Nada, con una herramienta rarísima que estaba en la mesa pero que yo no sabía
para qué estaba destinada y sobre todo cómo se manejaba. Nada, pues a chupar. Menos mal que entre los
comensales había una que no había apostado y no había ganado nada, pero se
apuntó porque se apunta a un bombardeo, si hace falta. Ella me instruyó en el
arte de manejar aquel aparatejo.
Los pobres, aunque de
clase media, pobres, no estamos acostumbrados a esos sabores. Nos acostumbramos
al sabor de boquerones, sardinas, jureles, bacaladitos, etc. y no sabemos
apreciar lo bueno.
En la prehistoria, cuando
yo era botones -botones: ¡qué oficios!- en una empresa del centro de Madrid que
vendía pisos en la periferia, nos invitaron a comer una Navidad en un
restaurante de postín y un compañero avispado me dijo que como pagaba la
empresa, de primero pidiese angulas. Lo sabía muy bien el golfo. Las pedí,
probé aquello y no me gustaron: a mí los fideos me gustaban sin ojos, y, por lo
tanto, fue mi compañero quien dio buena cuenta de ellos, que él era también
joven pero al vivir en Madrid era más sibarita que yo que vivía en el
extrarradio. Yo me sacié con el chuletón
de vaca que me comí de segundo plato y al que tampoco tenía el gusto de conocer
en aquella época. Pero peor lo hizo otro compañero, más paleto que yo, que se
bebió una taza con caldo que ponían y que resultó ser agua con limón para que
nos lavásemos las manos y desapareciese el olor a marisco de los dedos.
En otra comida que pagaba
la empresa, otra navidad, el mismo sujeto me dijo: tú pide lubina a la sal, así
conoces nuevas comidas para cuando seas rico, algo que yo no tenía in mente
entonces, y ya he perdido la ilusión. Y pedí lubina a la sal, pero veo al
camarero que se acerca a una mesa con una bandeja y un montón de sal –debajo
estaba el pez, pero no se veía- y le pregunté a mi compañero: ¿Eso blanco, qué
es lo que es? –en aquella época yo hablaba como los de mi pueblo-. “Lubina a la
sal, lo que tú has pedido”, me dijo. Llamé al camarero y le dije que me
pusiese el socorrido chuletón de vaca
que nos salva de situaciones extremas… Menudo panzón de sal con la lubina si me
la tenía que comer toda…
Y es que al final los
ricos van a llevar razón: los pobres somos pobres porque nos lo merecemos, no
sabemos apreciar lo bueno.
Después de este inciso, y
siguiendo con la comida del inicio, mi amigo no me cobró mucho por la
invitación porque todos los bichos que nos puso eran congelados.
Mientras pagaba, vi cómo,
en la mesa de al lado, se comían un pollo al chilindrón que se metía por los
ojos. ¡Qué ordinariez!, me dije, y es que lo bueno se aprende rápido.
TERCERA
VÍA
Unos, evolucionistas,
dicen que venimos del mono; otros, creacionistas, cuentan no sé qué historias sobre
barro, costillas y tal. ¿Alguien puede creer que Charlize Theron viene de uno u
otro? Habrá que buscar una tercera vía.
- Siempre
intentan dar lecciones de pureza democrática los maestros de la
manipulación y de la intriga.
RENÉE
ZELLWEGER / BRIDGET JONES
Querida Renée:
Tengo que reconocer que
me gustó la primera Bridget Jones, fresca, alegre, divertida, porque era el
diario de una mujer común, con sus problemas existenciales de andar por casa
que reflejaban la vida misma. Ahora, viendo el aspecto que se te ha quedado
después de cambiar radicalmente tu imagen creo que la ficción te hizo más daño
del que te puedes imaginar.
Nuestras vidas
continuamente se llenan de nuevos y buenos propósitos: cuando somos malos
intentamos hacernos buenos, cuando egoístas, desprendidos, si desapegados,
cariñosos, si huraños, amables, pero cuando somos feos –algo tan relativo-
intentar que la técnica nos haga guapos es algo que no entiendo. Además, ¿quién
te había dicho a ti que eras fea? ¿Acaso vives en una sociedad tan superficial
que piensa que la belleza está en la fachada? Sí, you think it. Tu sonrisa era cautivadora, tus kilitos de más te
hacían terrenal, tus desastres emocionales, humana, pero tú debiste pensar que,
en la vida real, lo principal es la belleza externa cuando ésta es algo
totalmente subjetivo. Y es que os metéis en el mundo de lo irreal y ya no
sabéis bien dónde está el límite entre uno u otro. A mí me gustabas porque
físicamente eras Bridget Jones; ahora que eres la Renée Zellweger del nuevo
rostro impostor, ya no me gustas, aunque a ti te parezca que eres más guapa.
Una cosa es hacerse un arreglillo puntual y otra cambiarse la cara, mujer. No.
Dime qué tenías que envidiarle tú, por ejemplo, a esa diosecilla que da muy
bien en las fotos pero que ni en tres vidas se ganará el corazón de los
espectadores como lo hiciste tú. Sí, mujer, me refiero a Charlize Theron, una
desagradecida a la que envié una carta que supuraba amor por todos los poros y
no ha tenido ni la delicadeza de contestarme. Con su pan se lo coma. Y tú,
ahora, a apechugar con lo hecho, que ya no tiene vuelta atrás, aunque, con el
tiempo se acostumbra uno al rostro y solo quedan los actos.
Adiós,
Bridget.
- Podrido
como estaba el corazón de la manzana, envenenó a la Eva pecadora.
MENSAJES
PRIVADOS
En su teléfono privado recibió un
escueto mensaje: “Felicidades. Te quiero”.
Él contestó con un "yo también
te quiero".
Sólo ellos conocían la existencia de
estos dos mensajes...
EN
EL MUNDO ANIMAL
(“Era nuestro perro / porque lo que
amamos / lo consideramos / nuestra propiedad”. Alberto
Cortez)
Yo tuve un perro cuando
casi nadie tenía perro, incluso era uno de marca, con pedigrí y todo, que hasta
tenía su certificado, pero el pobre se convirtió poco a poco en león porque
éramos diez en casa y le volvimos loco. Fue en una época en la que en mi
trabajo inauguramos oficina y nos pusieron hilo musical y un día sonó la
canción cuyo pasaje recuerdo arriba y di mucho la paliza preguntando a unos y
otros si la tenían en disco o casete para grabármela. Y tenía la canción mi
amigo Luis, cuya casa parecía un zoo: tenía perro, gato, alguna serpiente,
lagartos, tritones y unos bichos parecidos a los cangrejos de mar que pululaban
por todos lados. Yo iba poco por su casa, principalmente porque su mujer era un
poco estirá, pero también porque los
animalejos menudos y babosos me daban cierto repelús… Mi interés en esa canción
le hizo sospechar que me gustaban los animales, y no iba descaminado.
Poco después su perra,
una cocker, tuvo cachorros y me preguntó si quería uno. ¿A quién no le gustan
los peluches? Claro que quiero uno. No caí en la cuenta de que crecen y
precisan cuidados. Lo llevé a casa y al principio lo sacaba de paseo,
principalmente los sábados y domingos, al parque, y era la admiración de amigos
y desconocidos y yo más ancho que largo, presumía de mi perro como si fuese una
novia guapa. Pero poco a poco fui eludiendo mis responsabilidades. Y los que
estaban más tiempo en casa lo sacaban a la fuerza… (¿a que les suena la
historia?). Mi padre, cuando pasó un tiempo, se lo dio a un amigo que tenía una
casa en el campo, que es donde los animales están bien.
Hoy, la cuestión es
distinta, la excepción a la regla la constituye la casa en la que no hay
perros, gatos u otros animales, “de compañía”, dicen. Lo de “compañía” debe ser
porque la gente está y se siente muy sola por diversos motivos. Y es habitual
cuando uno va de paseo por las calles o los parques ver reuniones de dueños de
perros (no entiendo por qué a los gatos no los sacan a pasear) comentando las incidencias
del día: “me ha hecho caca líquida, o espesa, o…”, o “lleva unos días que no me
come o que está muy nervioso”, o “…no creas, Agapito (que los nombres de
algunos animalejos se las trae) se lleva fatal con Faly, el gato del 2º y con
Andy, el perro del 5º…, pero echa mucho de menos a Mandy, el de Alberto, que se
separó y se fue a las Margaritas y siempre que bajamos se para en su puerta. Es
que son como personas” Qué tío…, perdón, perro. Eso sí: los perros son los
dueños del parque, corren despendolados detrás de la pelotita que les lanzan y
no preguntan si molestan porque al estúpido egoísta inhumano que le moleste que
estén sueltos no tiene derechos, o tiene menos que los perros. Y los más
radicales en la defensa del animal urbanita suelen ser los que, cuando les pasa
lo que a mí, que se cansan o ya les aburre porque no les hace ajó, paran el coche cuando van de
excursión a hacer senderismo, y lo dejan al borde de cualquier carretera de
montaña. Obviamente son los menos, pero los hay, y los conozco. Mi pueblo de
Granada, cruce de caminos, puede atestiguarlo.
Con los animales en las
ciudades se altera hasta el orden natural de las cosas. Conozco el caso de un
gato casero de ciudad, ya fallecido con dolor hasta las lágrimas de sus dueños,
que cuando lo llevaban al pueblo, no solo rehuía la compañía de sus iguales
paletos sino que no se atrevía a salir a la calle a buscar ratones, como es
normal. Más: ¿Alguien conoce algún gato que no le guste el pescado? Yo sí: al
sujeto del que hablo que, cada vez que por equivocación lo comía, vomitaba. ¿No
es esto alteración del orden natural de las cosas?
Yo no estoy en contra de
los animales (a pesar de haber tenido algún incidente aislado en forma de
mordedura en el tobillo del perro de mi vecino del pueblo una noche de invierno
a oscuras cuando invadí su espacio y le pisé y él atendiendo a su inevitable
instinto animal me respondió de esa manera), al revés, los quiero pero en el
lugar en el que serían más felices, y mucho me temo que este lugar no sería un
piso de 50 metros. Pero respeto a quien opine lo contrario y solo pido que me
respeten a mí y cumplan con las obligaciones que les marcan las ordenanzas:
llevarlos atados, con bozal y recoger sus excrementos, entre otras. Y si se
estresan y necesitan cansarse corriendo, lo siento, que corran y se cansen,
pero con bozal. Y no quiero hacer sangre porque sé que me llamarán demagogo,
pero me asquea ver la proliferación de peluquerías caninas o gatunas, clínicas
veterinarias, anuncios de psicólogos para animales, los stand en los centros
comerciales dedicados a comidas y productos para que la boca les huela bien, y
cuyas cifras de ventas superan con creces la de potitos o yogures para niños, y
otros artículos que sería lastimoso enumerar. Lo último que he visto, un anuncio
en televisión para una especie de dentífrico para perros con el que lavarle los
dientes y una pastelería para canes y… para qué seguir.
Pero queda muy bien eso de tener
animalitos en casa, viste mucho y calza mejor. Yo prefiero disfrutar de ellos
cuando voy al pueblo y veo gallinas,
pollos y conejos, en el corral, a vacas, cabras y corderos retozando en el
campo o en el corral, y a los perros buscándose la vida por las calles y a los
gatos a la caza de los ratones de los corrales. Después de la jornada cada uno
volverá a su casa en la que tiene su espacio
y que nunca será el que ocupe una persona.
En mi casa, a los animales los prefiero en
los documentales de La 2, con los que me duermo la siesta tan bien que no me
despiertan ni las peleas entre los ñus y los cocodrilos cuando intentan cruzar
el río.
- Triste
vida la de los que son siempre segundo plato y viven más del demérito
ajeno que del mérito propio.
VIEJOS ROCKEROS
Los viejos rockeros se
vuelven a encontrar después de mucho tiempo. Ha sido en esta mañana
intempestiva, con viento racheado y lluvia torrencial, y hemos recordado los
viejos tiempos, a voces, porque Miguel ya se ha agenciado el sonotone y Manolo
no está diagnosticado, aunque es consciente de que el trabajo con las máquinas
herramientas lleva irremediablemente a la pérdida de audición...
- Y el estruendo del
rock duro en la Centauro... - apostilla.
- Nos ha fastidiao, y
los cubatas, y los años... - añade Miguel.
- Y la genética...
Yo voy postergando lo
del audífono, pero ya no puede ser por mucho más tiempo.
Después de hacer cada
uno lo que tenía que hacer, nos tomamos un café, y hablamos de los chavales,
que ayer se presentaron a una oposición para maquinista de metro en la que se
presentaron 11500 personas para 380 puestos, y hablamos de lo de Cataluña, de
lo de Madrid... Sale a colación que he publicado un libro y Manolo me dice que
a los amigos se lo tengo que regalar; Miguel se ríe porque él me lo pagó, y yo
le digo que no lo regalo, que tengo que costearme el siguiente...
- ¿Y de qué va? si puede
saberse...
- De poesía.
Manolo se ríe. Él nunca
perdió la sonrisa, incluso ahora que pelea contra un cáncer de estómago. Cuando
salimos de la cafetería del hospital Miguel le dice que le acompañe al
ambulatorio a recoger alguna analítica sobre su maltrecho colon. Yo volveré el
14 a recoger la analítica que confirme que mi flirteo con el maligno está
superado.
La sangre que corre por
nuestras venas aún mantiene la apariencia de nuestros veinte años, aquellos que
quedaron enterrados entre cervezas, rock duro y desamores...
OKUPAS
Un vecino disertó el
otro día sobre el significado de la palabra delincuente: "el que comete un
delito", nos dijo. Obvio. Pero se la aplicaba a alguien que, junto a su
familia, había 'okupado' una casa de nuestra calle.
Yo me limité a decir que
no criminalizo a nadie hasta que me demuestre lo contrario, pero él siguió
argumentándose a favor. No. Que alguien sin un techo donde meter a su familia
ocupe una vivienda vacía, legalmente puede ser un delito, pero bajo el punto de
vista humano, no lo es, por más leyes que digan lo contrario.
El problema es que nos
asusta la pobreza y siempre la queremos tener lejos, no sólo de nuestras vidas
-obviamente no queremos ser pobres-, sino también de nuestra vista. Si nos
molesta el pobre que pide y ocupa nuestras aceras o el que pide en el metro,
si nos molesta quién llama a nuestra puerta para pedirnos comida, ¿cómo
no nos va a molestar alguien que osa dar una patada en la puerta y meterse en
una casa al lado de la nuestra? Y eso que esta casa ahora vacía la ha
expropiado un banco -banco: nada que ver con la delincuencia, claro-, aunque su
víctima en este caso haya sido uno de los nuestros que, obviamente, tampoco era
un delincuente...
Los primeros momentos
fueron de paranoia total, pero nadie se planteó que los poderes públicos tienen
la obligación de garantizar una vivienda digna a todos. A todos. Nadie se
planteó exigir una salida "legal" para esas personas. El derecho a la
vivienda que recoge la Constitución es tan papel mojado como el derecho al
trabajo... Pero eso nos da igual.
¿Por qué tenemos que
soportar nosotros que gente extraña invada nuestra intimidad?
Sí, nos asusta la
pobreza, y en demasiadas ocasiones, demasiada gente confunde pobreza con
delincuencia. Y es una pena.
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