lunes, 30 de mayo de 2016

UN AÑO EN LA VIDA


ENERO


  • Nunca he dicho de este agua no beberé porque beberé de cualquier agua cuando tenga sed.

LOS CUMPLEAÑOS. 14 y 15 de enero

El primero de los hijos de mis abuelos paternos había sido niña, algo que no deseaba nadie por aquello de que se pensaba que eran los hombres los que aportaban trabajo a la casa y, por tanto, ayudaban al progenitor en sus quehaceres. Craso error: que se lo dijeran a ella, a mi tía Toñica, que trabajó en la casa paterna, y después en la suya, más que todos los hombres juntos, y en cualquier tipo de trabajo. Mi madre estaba convencida –y lo deseaba- de que su primogénito sería un niño, principalmente por hacerle el gusto a su hombre. Por eso, cuando yo nací, como era niño, mi padre daba saltos de alegría y todos vinieron a felicitarle. Dice mi madre que el primo Paco Valdivia vino a vernos y me puso una moneda de cinco duros en la palma de la mano y yo cerré el puño con fuerza: “Te has ganado la honra y los cinco duros”, dicen que dijo, conjuros de pueblo cuyo significado nadie me sabe explicar…
Después, el niño que nació ese 14 de enero, vio nacer en la misma casa a cinco hermanos más y desde entonces, en un lugar prominente de la memoria, guardo los aromas de la casa durante esos días, a chocolate y bizcochos y a caldo de gallina. A mis otros tres hermanos ya no los vi nacer porque en Madrid los niños nacían en los hospitales; un día se iba mi madre a Madrid y volvía con él: en las colmenas donde vivíamos en los suburbios de la capital no había sitio para tal actividad.
También, tal día como el de mi cumpleaños de hace cuarenta y uno, temprano, me levanté pronto para ir con mi padre a Madrid, a la empresa en la que trabajaría los dieciséis años siguientes, a llevar la documentación para que me diesen de alta y para que me pusieran un montón de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, para ver qué tal andaba de matemáticas. “¿Cuándo se incorpora Antoñito?”, preguntó uno de los jefes al director: “Me imagino que cada mañana, cuando se levanta”, contestó, con su habitual gracejo granaíno mi futuro jefe. “Ya, hombre, me refiero…” Le interrumpió: “Pues mañana mismo que se venga”. Por eso, mi cumpleaños es doble y celebro, por todo lo alto, dado el estado de la cuestión, que hace 41 me inicié en el mundo laboral. Era el botones de la empresa, un niño de catorce años con muchas ganas de aprender.
Y como entramos en el tiempo de las añoranzas, quiero recordar a todos los compañeros que me ayudaron a ser lo que soy, de los que intenté quedarme con sus virtudes y aprender de sus defectos para que no se repitieran en mí, aunque no sé si lo habré conseguido. Alguno de ellos –¡cómo te sigo queriendo, Juan!- fue el complemento ideal de mi padre. Mi padre, desde su saber mundano, me inculcó el respeto a las personas como norma principal de convivencia; Juan, un hombre sabio, intentó ponerme sobre el camino  del estudio, de los libros, de la música… Sin él, quizás, no habría recorrido ese camino y se lo agradeceré mientras viva, me enseñó tantas cosas… Gracias, gracias a todos porque todos fueron mis maestros en esta universidad de la vida por la que transitamos: espero haber aprendido algo de vuestra ciencia.

  • Bienaventurados los débiles de carácter porque de ellos será el reino de las tormentas.

EN UN BAR 

La camarera le da la vuelta al cliente y le dice:
- Gracias, caballero
Él le responde:
- A usted, señorita
Contesta ella:
- Ay, gracias por la costurita...

  • No me gusta dar largos rodeos para llegar a algún sitio si puedes utilizar la línea recta.

NOSTALGIA

Hay días que sufro un ataque de nostalgia y me dan ganas de perderme en el Madrid de mi pasado, llegar hasta Embajadores y coger el metro, con ese olor indescriptible de antaño en los andenes que nunca he vuelto a recuperar, y bajarme en Serrano después de algún que otro transbordo; subir por Lagasca y entrar en la vieja tahona donde compraba mi barrita de pan y me quedaba un ratito hablando con la chica que despachaba, si era invierno porque se estaba calentito, y porque ese olor a pan recién horneado me embriagaba y no lo he vuelto a disfrutar nunca. Los olores. Dice Zbigniew Herbert que tendrían que existir los restauradores de olores… Llegaría a la oficina, con la cartera en la que iba una tartera con la comida que me había preparado mi madre con una buena enfritá, o carne en salsa, o una tortilla de patatas con pimientos y filetes empanados, o pollo frito, que me calentaría, si procedía, en la casa de Arsenio, el portero gallego, antes de dar buena cuenta de ella, o que mis compañeros y yo mismo nos comeríamos a media mañana como aperitivo, y luego me invitarían al menú del día en cualquiera de los bares del barrio: en el “Lago de Sanabria” de la calle Ayala, o en el “Luis” dentro del mercado de La Paz, en Lagasca, donde Luis, bueno, su mujer, hacía las mejores judías, blancas o pintas, del barrio, y que él servía con su mano temblorosa, el dedo pulgar sumergido en el caldo…
El día que el camino estaba expedito (no había jefes acechando), en vez de mi comida de mediodía, salíamos a tomar el aperitivo a “Jurucha”, el bar de los hermanos Malasombra, una familia de enanos no muy agraciados, expertos en el arte de la restauración y que ponían las mejores tapas del barrio, o bien, si nos encontrábamos con los ‘notarios’ (conocidos nuestros que trabajaban en la Notaría del primer piso) teníamos que ir a su territorio, “El Corrillo de Lagasca”, donde pagaban ellos porque su sueldo respecto al nuestro era como de 5 a 1, proporción que también se daba en el precio de las cañas o en el vino del lugar. Esa desproporción en los sueldos, en las mariscadas y en el buen yantar, lo único que les provocó fue una buena gota a casi todos con apenas 30 años.
Otras veces, decidíamos ir a tomar algo un poco más lejos y subíamos por Claudio Coello hasta “O’Caldiño”, donde un día me presentaron el pulpo a la vinagreta y a la gallega, y el lacón con grelos, y quedé encantado de conocerlos, porque con 14 o 15 años –que era mi edad entonces- no conocía todavía comidas habituales en la capital pero no en el extrarradio. En mi barrio éramos muy dados a las bravas y a los higaditos de pollo encebollados, y poco más. Poco a poco fui conociendo a otros bichos por mediación de mi amigo Juan cuando quedaba con sus amigos de la SGAE en Alonso Martínez y me llevaban a “Yakarta”, paraíso del marisco. ¿Te apetecen unos bígaros, nécoras, navajas, unas cigalitas a la plancha…? No, yo calamares, que no tienen hueso… Y me obligaban a probar aquello desconocido que me decían que se criaba en el mar. Imposible, en el mar, y en mi mundo, sólo se criaban boquerones, sardinas, jureles y calamares, lo demás eran productos de locos a los que nunca llegué a acostumbrarme del todo. Incluso hoy, me dan a elegir entre unos buenos boquerones fritos o una sardina asá y una nécora y elijo lo primero. ¿Que soy tonto? Pues vale, pero así, entre otras cosas, me voy librando de la gota.
Recuerdo que en mi primera comida de empresa en Navidad, la empresa nos invitó a comer en “La Dorada”, todo un lujo: de primero angulas y de segundo chuletitas de cordero, chuletón o solomillo de vaca a la brasa, o pescado: lubina a la sal, merluza con cocochas, etc. No tenía el gusto de conocer a ninguna de aquellas especies. Mi compañero Ángel me asesoró: angulas y chuletón. Sea. Cuando yo vi aquella cazuelita llena de  fideos con ojos, con su cayenita, su ajito picao, y todo lo demás, me dio que pensar. Pinché unos cuantos bichos de aquellos, me los metí en la boca y me dio como una arcada… Sería la falta de costumbre, pero dije que no quería, que me trajeran la vaca. Mi amigo dio cuenta de su cazuela y de la mía y me llamó paleto; con 15 años ¿qué quería que fuese? Eso sí, roí el hueso del chuletón hasta dejarlo seco.
Pero vuelvo a los días en la empresa. Yo era el botones y me pasaba casi la mañana entera haciendo recados. Mis amigos (compañeros y sin embargo amigos), si les entraba hambre, tenían mi permiso para echar mano a la tartera porque luego me invitarían a comer y salía ganando. Por la mañana cargaba mi cartera con el correo, con remesas de letras para los bancos, con solicitudes de traspasos, etc., y salía Serrano abajo hasta Cibeles, donde dejaba las cartas, luego subía hasta Alcalá, 10, Banco Zaragozano, cruzaba Sol hasta la plaza del Celenque, 2,  Caja Madrid, me tomaba una cañita con una aceituna con anchoa pasa sofocar la sed en cualquier tasca, o un chocolate con churros si hacía frío, me metía en El Corte Inglés de Preciados para ver lo caro que era todo allí, y que todo aquello estaba fuera de mi alcance, y vuelta atrás, hasta la oficina en el autobús 19 o en el 51. De dos a cinco se cerraba y yo, como vivía lejos, me quedaba en la oficina, unas veces solo, lo que aprovechaba para estudiarme el YA y echar una siesta, o me iba a comer fuera con los compañeros y alargábamos la comida con partidas de cartas o jugando a los chinos, o veía como los otros jugaban al mus, jueguecito que a mí nunca se me dio.
Las tardes eran soporíferas y hasta las ocho se hacían eternas, aunque, cuando empecé a estudiar, yo me iba a las seis para llegar a la escuela nocturna a las siete. Poco después nos cambiaron el horario, con una hora para comer y salíamos a las cinco y media, lo que aprovechábamos mi amigo Juan y yo, cuando no había otras ocupaciones, para ir andando hasta Embajadores. De un tirón llegábamos a Cibeles en cuyo quiosco de “Correos” nos tomábamos la mejor cerveza de Madrid, y después al “Brillante” de Atocha, donde poníamos el broche al día antes de seguir camino hasta Embajadores, donde nos montaríamos en el autobús que nos llevaba de vuelta a casa…
Lo peor de todo es que ese ayer ya sólo existe en mi memoria…
Después de este viaje por mi pasado remoto seguiré estando en el presente, y para curar el ataque de nostalgia no se me ocurre otra cosa que buscar fotos de Marilyn y pensar en lo desgraciaíta que fue, lo que sufrió, y así sólo consigo que el ataque de nostalgia aumente y lo tenga que curar de la mejor manera posible, apretando los dientes y diciéndome: ¡Aguanta, tío…!

  • Al viejo dinosaurio se le agotó su patriotismo cuando acabó el desfile y se arriaron las banderas.

ELLA, EL PRIMER ANTEPASADO DEL HOMBRE

Ella, pongamos Lucy, vivió hace dos millones de años y dicen que todavía no había alcanzado ni remotamente el grado de civilización que hemos alcanzado nosotros. Pero a ella no se le habría ocurrido unirse a otros y armarse hasta los dientes, con sus rudimentarias armas, para exterminar a otra colonia de iguales  que vivieran  en las cercanías, o tender trampas en la que caerían los inocentes que nada tuvieran que ver con un posible conflicto. Y seguro que tampoco se le ocurriría robar al resto del grupo para dejarlo en la indigencia, con el único fin de atesorar lo que no podría consumir.
Ella, seguro que cazaría y recogería plantas y frutos con el grupo para repartírselos equitativamente. Y amaría la paz, aunque todavía no se había inventado tal concepto.
Ella, Lucy, quizás el primer antepasado del hombre, estaba por civilizar, dicen, y quizás por eso no robaba ni mataba a sus semejantes.
Nosotros, los de ahora, ya civilizados, expoliamos a los pobres para engordar a los ricos, bombardeamos ciudades en las que mueren por miles niños, mujeres y ancianos, derribamos aviones repletos de pasajeros civiles como si fuese un juego macabro, destrozamos a sabiendas el planeta que es nuestra casa y despensa, y, además, nos pasamos la vida buscando una explicación ‘racional’ a toda esa barbarie; pero, eso sí, dicen que nosotros hemos alcanzado el grado más alto de civilización de la historia. Y nos lo creemos.

  • Los ladrones nunca suelen robar solos.

AGNÓSTICO

Cuando era niño y llegó la hora de la primera comunión, mi madre y mi tía quisieron que sus niños la hicieran juntos. El problema es que mi primo José Mari tenía la edad reglamentaria y yo un año menos, con lo cual, mi capacidad de aprendizaje de la parafernalia religiosa era limitada. Imagino que haríamos la catequesis con don Amador o con cualquier maestro -el nacionalcatolicismo estaba en vigor-, y en mi cerebro de niño sólo se quedó adherido el Padrenuestro, y el inicio o exposición del resto, pero no su nudo y desenlace: las mezclaba, me quedaba atascado... Un lío.
Llegado el día de marras, o el día antes, el cura que me confesaba de mis innumerables pecados a tan tierna edad, me puso como penitencia un Padrenuestro, un Credo, y otra serie de plegarias u oraciones que ya no recuerdo. Un infanzón como yo, los pecados capitales y los mandamientos no los entendía entonces, y de los últimos, sólo los obvios, los del matar, robar y mentir, por lo que suponía también pecado el no acordarme de las oraciones, ni de casi nada del catecismo, y por ello me llevaría alguna bronca, seguro, del catequista, pero yo no podía hacer más. Solución que hallé: rezar diez padrenuestros, que estimé cantidad suficiente para compensar las plegarias que desconocía. El día de la Comunión comulgué, la hostia consagrada me estuvo rica, pero me dejó el regusto amargo del pecado, de no haber cumplido con los preceptos.
Anduve mucho tiempo con la cuestión martilleando mi conciencia hasta que un cura obrero de los arrabales de Madrid, al que confesaba las veces que había dicho gilipollas, los malos pensamientos, que le había sisado a mi madre, que le había dado un cate a mi hermano, me dijo que esas minucias, incluido el desconocimiento del catecismo, no eran pecado. Me quitó un peso de encima y empecé a sacar la conclusión de que si pequé y no me pasó nada, y que si todas las tonterías que me dijeron en la catequesis del pueblo eran pecado allí y aquí no, la religión era algo con unos principios flexibles o al gusto del pecador. Y ya no me confesé más. Dejé de plantearme la existencia o no de Dios porque como no llegaba a ninguna conclusión, salvo que Dios es nuestra conciencia, que la confesión nos la hacemos cada noche a nosotros mismos, y que la penitencia es no volver a caer en los mismos errores siempre, pues me hice agnóstico, que es lo más fácil: ni sí ni no, sino todo lo contrario. Agnóstico.
En cuanto a la política, estoy en el mismo proceso, solo que en este ámbito no soy yo el que se ha olvidado del catecismo, sino los predicadores que lo cambian a su antojo. Además, últimamente, sólo encuentro pecados de todos, unos más mortales que otros, muy pocos veniales y, de momento, no creo que se me presente ningún cura obrero de los arrabales que me haga bajar de la nube para que deje de martirizarme por una fe en total decadencia, y en la que a diario me dan motivos para dejar de creer. El resultado, ya lo veo: me volveré también agnóstico.

  • Yo y mi circunstancia, reunidos en asamblea abierta, hemos acordado que ya estamos un poco hartos…

A MI PADRE NO LE GUSTABA EL FÚTBOL

A mi padre no le gustaba el fútbol, pero cada vez que consideraba que había un partido importante –los internacionales- hacía un esfuerzo y se sentaba con nosotros, sus hijos futboleros, a verlo, lo cual significaba que nosotros no lo veríamos porque teníamos que pasar el tiempo explicándole los diversos lances del juego, reglas, etc. Nunca entendió por qué, cuando se tiraba un penalti, dejaban al portero tan solo delante del que lo tiraba, cosa que no pasaba cuando lanzaban un córner; ni por qué romperle la pierna a un jugador en el centro del campo era falta y una leve mano dentro del área era penalti; casi perdemos la paciencia al intentar darle una explicación de por qué se producía el fuera de juego y más aún al intentar explicarle el por qué del valor doble de los goles en campo contrario en caso de empate. Era un caso perdido para el fútbol.
El clímax de su fervor futbolístico llegó en el famoso España-Malta del 12-1, que no se quería perder por nada del mundo. Narraba el partido José Ángel de la Casa y en una jugada dice: “Saca de portería Buyo con el pie, sobre Maceda, Maceda se la pasa a Víctor, Víctor en profundidad sobre Carrasco, Carrasco a Señor, Señor, Gordillo…” Estaban a punto de meter gol y mi padre me toca en el hombro y me dice:
-          ¿Por qué a Gordillo le llaman señor y al resto no?
Sus conocimientos futbolísticos se limitaban a saber que era un juego en el que un montón de tíos en calzoncillos se ponían a darle patadas a un balón y que el resultado dependía de que el balón entrara en la portería…. Bueno, alguna vez preguntó por qué no era gol cuando el balón tocaba la red por fuera…

  • A estas alturas de la vida, tengo el depósito de las lágrimas medio vacío (o medio lleno); sólo quedan las justas para imprevistos...

PURO AZAR

¿Es posible que la vida, supersticiones religiosas al margen, se rija por un sistema de premios y castigos? Y si fuese así, ¿cuándo se premia o se castiga y por qué? ¿Cómo debe comportarse un ser humano para ser premiado o castigado? ¿Cuál es el baremo para conceder uno u otro? 
Es el azar, el puro azar el que determina premios o castigos, y si no, ¿por qué?, joder, ¿por qué? Hay tantas preguntas sin responder. 
El azar. Christopher Hitchens, gran escritor muerto a causa de un cáncer fulminante, cuando se hizo la pregunta de por qué le había tocado a él, se respondió a sí mismo: ¿y por qué no? Así es: ¿por qué no te va a tocar a ti? Tanto lo bueno como lo malo.
Sólo somos una mínima pieza del engranajee del universo y mañana nos puede caer encima esa teja que espera en algún tejado el momento de desprenderse justo cuando nosotros pasemos por debajo de ella. O nos puede tocar la lotería, si jugamos. Y ya está. Y conviene tenerlo claro, asumirlo y no darle más vueltas porque, de lo contrario, te puedes volver loco. Salud.

  • ¿Hacen los gobernantes a los pueblos o son los pueblos los que determinan la condición de sus gobernantes…?