lunes, 8 de febrero de 2016

MORILLAS DEPORTISTA




 En estos tiempos que corren en los que lo banal se ha hecho dueño del discurrir humano, hay un auténtico furor por la práctica del deporte en edades poco apropiadas para ello, en muchos casos por puro esnobismo. A personas mayores y muy mayores nos ha dado por el futbito, la media maratón, entera, cuarto y mitad, el footing (éste principalmente a ejecutivos estresados y damas con cartucheras en los laterales) o el andar deprisa (a las víctimas del colesterol y del  azúcar). Yo estoy entre estos últimos, pero a la fuerza porque nunca fui de mucho deporte, o de ninguno, incluso, cuando practico, suelo hacer alguna parada para tomar un cafelito o una caña, dependiendo de la hora del día. Yo disfruto los deportes por televisión. Punto. Me gustaría que alguien hiciera alguna vez un estudio de las muertes que provoca esta práctica del deporte en edades tardías, que está bien andar rapidito, pero sofocarte y pasar las de Caín, con un sol de justicia o con lluvia pertinaz, porque te ha salido un poco de barriga y por querer ligar cuando has pasado de los cuarenta, que yo los veo por esas calles de dios a horas intempestivas, pues no está nada bien, pero que nada bien, y no puede ser saludable.

Mi poca afición por lo deportivo viene de lejos. Cuando era un niño de once años me tocó inaugurar el colegio de la Alhóndiga, el Francisco Franco de entonces, con dos edificios, uno para chicos y otro para chicas, varias plantas con amplias aulas y espacios comunes, dos patios de recreo, y gimnasio. Gimnasio: mi martirio. El colegio del que procedíamos era el Sagrado Corazón (se puede observar cómo los nombres de los colegios de la época no tenían nada que ver con el Régimen ni con la Iglesia, los que ejercían la dictadura), vetusto colegio ubicado cerca del Ayuntamiento y al que nos teníamos que desplazar cruzando la peligrosa vía del tren.
En aquella época no había gimnasios en los colegios por los que había pasado en mi largo peregrinar por el mundo, y, por tanto, tampoco sofisticados aparatos de tortura como el potro (después supe que algo denominado así estaba en los centros de detención de rojos), el plinto, las escaleras de madera en las paredes para simular que te colgabas, etc. Yo era poco deportista, más bien nada deportista por aquella época, y desde el principio me resultó imposible saltar sobre esos deleznables aparatos que sólo servían para que los patosos nos diéramos tremendos porrazos en nuestras partes blandas. Menos mal que el profesor era buena persona, y viendo que me mataría, me dijo: “Morillas, tú conmigo para atender a los heridos”. Así me convertí en masajista accidental; atendía a quien se golpeaba, o se caía, les daba agua, me interesaba por su estado: “¿Te has hecho mucho daño, dónde te has dado?, etc. Los consolaba y poco más. Para cubrir el expediente me recomendó que me apuntara al equipo de fútbol y así lo hice, además encantado porque me gustaba ese deporte y algunos sábados por la tarde nos íbamos a los trigales que había al otro lado de la carretera que, para más desgaste de nuestra débil figura, estaban en cuesta, y dábamos cuatro patadas a pelotas de goma; las de reglamento eran demasiado caras para las economías de nuestras casas.
Yo pensé  que el entrenador-profesor me pondría de masajista, como en el gimnasio, pero no, me puso de suplente, pero tan de suplente que me empezaron a llamar Manolín Bueno, el eterno suplente de Paco Gento en el Madrid de la época, que estuvo quince años en el Madrid y no sé si llegaría a jugar un partido completo. En el primer partidillo que jugamos ya me puso con los malos, pero yo era peor: no llegué a tocar la pelota ni una sola vez, corría como pollo sin cabeza pidiendo que me pasaran el balón, incluso se lo pedía a los compañeros por favor, pero no sabían entonces lo que significaba la palabra solidaridad –no sé si ahora lo sabrán porque quien mal empieza…- y me ignoraban porque yo era uno de los listillos de la clase y eso, antes y ahora, está muy mal visto. No era titular ni en los entrenamientos cuando jugaban seis contra seis. Le preguntaba al maestro-entrenador por qué cometía esa injusticia conmigo: “Tú, a hacer carrera continua y cuando tengas fondo físico, te pongo”. Pero a mí la carrera continua me producía flato y paraba rápido. Alguna vez, para contentarme me ponía de árbitro, pero también me agobiaba con sus reproches: “Morillas, que eso no es falta”, o “que no es penalti”, o “que no lo expulses, hombre”. El caso era contradecirme y estuve a punto de colgar las botas, bueno, las zapatillas, porque botas de fútbol no llegué a tener nunca, pero me contuve por si me suspendía; no era cuestión de que el orgullo manchara mi expediente. Como se ve, para mí todo eran peros.
Un día el profesor concertó un partido con chicos de otro colegio y jugamos en el campo del Getafe, en el barrio de San Isidro, campo reglamentario de tierra, y no lleno de baches como el del colegio, con vallas alrededor y con árbitro vestido con pantalones cortos, aunque el resto de la vestimenta dejaba mucho que desear, llevaba camisa de vestir, zapatos negros y calcetines blancos, para que se distinguiera mejor y porque entonces el sentido de la estética no era tan pronunciado como ahora que tenemos que ir a correr –bueno, o a andar deprisa- bien equipados con el conjuntito del Decathlon, algunos incluso no lo hacen si no es con marca deportiva de postín, porque, ¿qué va a decir la vecina si me ve correr por el barrio con marcas del Alcampo? Yo me moría de envidia al ver que tendría que ver el partido desde el banquillo, pero un golpe de suerte vino a paliar mi desazón. Cuando faltaba un rato para acabar, un compañero se estrelló contra un poste y se hizo una brecha sangrante en la cabeza. El maestro y yo corrimos a socorrerle, bueno yo, a estorbar, y él se lo llevó al ambulatorio. Antes de irse, como íbamos ganando, dijo que se suspendiera el partido  pero el  entrenador del equipo contrario dijo que de eso nada, que iban perdiendo. Ahí me di cuenta de que no confiaba nada en mí. Siguió el partido y yo tuve mi oportunidad porque éramos doce justitos, pero no la supe aprovechar. Como jugaba poco, o nada, no conocía bien la dinámica del juego, no sabía posicionarme sobre el campo porque no distinguía bien un defensa o un medio de un delantero, y al portero sí porque se vestía de manera diferente; sólo sabía que el juego consistía en perseguir el balón, uno para veintidós, y meterlo en la portería, y poco más. Me dijeron los compañeros que me colocase en la defensa en vez de en otro lugar donde estorbara menos, y porque íbamos ganando y había que defender el resultado, y el primer balón que llega a nuestra área, por un acto reflejo, lo paro con las manos: penalti, y nos empatan. Sacamos de centro, echan la pelota para atrás donde yo estaba, que no sé por qué tuvo que llegar donde yo estaba, me hago un tremendo lío, los otros que me acosan como un ejército enemigo envalentonado, me la quitan y fusilan al portero. Gol, 2-1 y perdemos el partido. Hasta que acabó el partido ya no quise ni ver el balón, cuando iba para un lado yo corría en sentido contrario como alma que lleva el diablo: no quería ni verlo. Dio tiempo a que volviera el profesor y viera el marcador. Me llamó a la banda: “Morillas, ¿qué has hecho?” Había adivinado que el causante del desastre había sido yo.
Al acabar el partido le dije al profesor que me retiraba del deporte. “Te entiendo”, me dijo, y así, con once años, acabó mi carrera deportiva para siempre, tanto que, por culpa de la depresión, ya ni aprendí a nadar, ni a montar en bicicleta, ni a chiflar, ni a los deportes de salón como billar, futbolín o ping-pong, y hasta hoy. Anduve preocupado hasta junio por la nota que me pondría en gimnasia que podría manchar mi expediente académico, pero el bueno de don Carlos me dijo que  me pondría la nota media del resto de asignaturas: un diez. Como para fiarse de los expedientes académicos.
Así se inició mi relación de amor-odio con el deporte y con algunos episodios que me marcarían y que a punto estuvieron de marcarme para la eternidad. Y estos episodios tienen que ver con la natación y con la bicicleta. Ni sé nadar ni montar en bici, como decía más arriba. “Todo el mundo sabe nadar y montar en bicicleta”, me dicen. Todo el mundo menos yo. Cuando íbamos a la piscina veía cómo mis amigos  se pasaban las horas en la parte profunda flotando como si fuesen pelotas o peces, o cómo se exhibían delante de las chicas tirándose de cabeza desde el borde de la piscina, o desde el trampolín haciendo figuras con el cuerpo y ellas embobadas mirando con interés el espectáculo; yo los miraba con la resignación del inútil que maldice su suerte, en este caso su ineptitud. Me sentía desgraciado porque me daba pánico el agua y sólo era capaz de meterme por la parte menos profunda, la del metro diez centímetros, donde hacía pie, y de pie. Pero un día me tocaron la moral, que si eres un cobardica, que si tal que si cual, y me dije: hazlo, tírate de cabeza. Y me tiré, pero como no sabía flotar, me tiré por la zona menos profunda, donde hacía pie, sin conocer la técnica del lanzamiento ni del aterrizaje (¿?). Resultado: tremendo golpe en la cabeza que pensaba que me moría, que hasta vomité y les fastidié la mañana porque me tuvieron que llevar a casa.  Desde ese bochorno, desistí y siempre me siento en el borde y me meto despacito con los pies por delante y por la zona donde hago pie y en la playa hasta donde me llegue el agua a las rodillas, que la mar es muy traicionera y una mala ola te la juega.
Respecto a la bicicleta, también confieso que no sé montar. De niño estuve muy ocupado y no aprendí, entre otras cosas, porque a mi alrededor no había bicicletas. En la mili me sucedió un episodio con un teniente que casi me cuesta caro, cuando me envía a la Plana Mayor a llevar un sobre para un Coronel y yo me voy andando. “Morillas, coge la bicicleta, que es urgente”. “Mi teniente, que no sé montar en bicicleta”. “Me cago en tu padre, cabronazo, no me tomes el pelo. ¡Coge la bicicleta, me cago…!” Cogí la bicicleta pero no pude mantener la verticalidad y caí al suelo. Y así repetí la acción varias veces. Cuando se convenció de mi ineptitud, volvió a gritarme como un energúmeno: “Sal corriendo y llévalo, que te vas a enterar cuando vuelvas”. Fui corriendo y temblando, las dos cosas al mismo tiempo, esperando lo que me tendría guardado el colega a la vuelta. Menos mal que era un ser despreciable y cuando volví ya estaba en la cantina de la sección dando cuenta de la botellita de 103 que caía cada día y cuyas señales indelebles llevaba en su cara roja como los tomates rojos que empiezan a picarse. No pasó nada, solo que me dijo, cuando se acordó del episodio de la bicicleta, que hasta que no aprendiese a montar en bici no podría sacarme todos los carnets de conducir, lo único de provecho que podía llevarse uno de ese episodio militar en la vida de quienes lo padecimos, pero como fuera de allí yo tenía mi trabajo y no me pensaba dedicar al mundo del transporte, pues desistí.
Cuando ya estaba del todo convencido de que el deporte no era lo mío, mis amigos me convencieron para que algunos sábados o domingos fuese con ellos al Cerro de los Ángeles a correr, y así lo hice; decían que venía bien, y que  te oxigenabas y que tal y cual pero yo me asfixiaba y terminaba el circuito siempre andando porque el problema del flato y la falta de fondo físico se había acentuado gracias al tabaco, las cañas, y algún que otro cubata y otras aficiones menos saludables que el correr entre los pinos y que había adquirido con el correr de los años. Fui durante un tiempo porque después del deporte nos bebíamos unos botellines, como ahora hacen los que practican deportes poco adecuados para su edad, con la excusa de estar en forma y que lo único que quieren es perder de vista la mañana del domingo, o del sábado, o ambas, a la mujer, dar cuatro carreras y después tomarse unos cubos de botellines, que yo los veo en mi barrio, que con el traje de faena y todavía sudorosos, invaden las terrazas de los bares que es donde se puede fumar y beber al mismo tiempo. Y luego que si deporte, que si vida sana, y que si gaitas…