Con
el regreso de cada viaje del pueblo llega la noticia de que alguien ha muerto.
Cuando nos hacemos mayores la memoria se llenan de muertos con nombres y
apellidos. En esta etapa de madurez somos conscientes de que la muerte vive con
nosotros como parte inseparable de la vida; antes no éramos conscientes de
ello.
Con
el último regreso me llegó la noticia de la muerte de Toñi, la ‘alemana’, amiga
de la primera juventud, con quien coincidíamos en el pueblo durante las
vacaciones y forma parte de la familia del ayer. Al pesar por la muerte de una
persona joven -¡era de nuestra edad!- se unió la nostalgia por aquel tiempo y
recordé que en el álbum de fotos había una de un grupo en la que estábamos,
junto a ella, la prima Toñi, mi hermano Pepe, su inseparable amigo Antonio, y
yo. No recuerdo quién la hizo, aunque bien pudo ser mi hermano Carlos. El
lugar, las escaleras del portal de la hospitalaria casa de la tía Toñica, casa que
alguna vez denominé, “la casa siempre abierta”, porque era la de todos, en la
que pasábamos los veranos y cualquier periodo de vacaciones, y en la que me
encontraba como en la mía propia. Allí estaban los amigos de nuestras
vacaciones, los de siempre y los que se unían al grupo, como Toñi.
Poco
tiempo después de esa foto, Toñi dejó de ir por el pueblo porque había iniciado
un periplo suicida que no presagiaba nada bueno. Yo sabía de ella por su madre,
que se instaló definitivamente en el pueblo una vez que su marido se jubiló, y
me contaba sus desventuras con un novio que la había introducido en el mundo de
las drogas, aunque la madre no sabía –o quizás sí pero se tiende a poner el
foco en un solo culpable para tener una referencia clara- que mucho antes de
conocer a ese sujeto, ella ya conocía las drogas; también supe que con ese
novio tuvo una hija y que después la abandonó. En otra época posterior, me
contaba que vivía en México, que llevaba una vida desordenada y que no acabaría
bien. Tuvo otra hija con otro hombre, un accidente de tráfico que le desfiguró
la cara y después del cual regresó al pueblo, con sus dos hijas, al amparo de
los padres, él ya enfermo, con un cáncer terminal que se lo llevaría poco
después, y ella también enferma, luchando contra su enfermedad, tratando de
encauzar el tormentoso camino de la hija y viendo cómo las nietas crecían en un
ambiente nada propicio. Los padres le alquilaron una cueva en la que vivirían
las tres y que intentarían se convirtiese en el hogar que últimamente nunca
tuvieron. Toñi se buscaba la vida y trabajaba donde se presentaba. Parecía que
iba saliendo adelante hasta que le llegó la enfermedad asesina que se la ha
llevado.
Desde
la época de la foto yo había perdido el contacto con ella y, como había pasado
tanto tiempo hasta que volvió, nunca volvimos a ser amigos, quizás porque ella
se había olvidado de las personas que pasamos de refilón por su vida y que
ahora veía sólo de vez en cuando, y también porque yo no tenía ya mucho interés
en mantener la relación, aunque el afecto por las personas del pasado se
mantuviese, aunque de manera idealizada. Todo pasa y, aunque a veces sólo quede
una línea en la vida, es una línea escrita que permanece en algún rincón de la
memoria dispuesta a ser reavivada en cualquier momento.
Saqué
la foto del álbum, la miré fijamente y pude comprobar el rastro que el tiempo
ha dejado en nosotros, los de ayer, los que ya no somos los mismos, que dijera
el poeta, y no logré recordar quién la hizo. ¿Carlos? Él fue su compañero de
aventuras ese verano y yo le envidiaba. Y recordé aquel instante a su lado, el
pelo ensortijado y los ojos llenos de futuro, junto a mi rostro triste por
algún episodio de esa relación amorosa que caminaba en una única dirección
porque no era correspondido.
Allí
estaba mi prima, con sus sueños de encontrar a alguien que la ayudase a huir
del pueblo para alcanzar su Eldorado particular, Madrid, al que tenía
idealizado como se tiene idealizado al paraíso que no existe en ningún lugar.
Un tiempo después de esa foto creyó encontrarlo y la posterior frustración la
llevó a asirse al primer bote salvavidas que encontró y en el que no supo ver
que no la llevaría muy lejos en la búsqueda de la felicidad. Ahora sobrevive,
ha encontrado la paz en el hogar, dulce hogar, que quizás no sea el que soñaba
entonces, pero se conforma porque pocas veces se alcanzan los sueños de la
juventud.
Antonio
sigue en el pueblo; se casó y tiene tres hijos, ha engordado mucho y se ha
convertido en candidato a que un infarto termine por apartarle del camino. Nos vemos
y mantenemos la amistad de entonces, contándonos nuestras músicas y haciendo
promesas para el incierto futuro.
Mi
hermano sigue aquí, después de haber salido indemne, pero curtido, de las
turbulencias que se presentaron en su vida, como un roble, deportista, buena
persona, conciliador, enemigo de los malos rollos.
Y en
primera fila, yo, el chico triste de la foto, cruzado de brazos ante el
destino, que se conformaba entonces, que se conforma ahora, que quizás no supo
luchar por lo que quería entonces, y que quizás ya no sé luchar hoy porque me
he dejado llevar, abandonado a mi destino. ¿Para qué tanta lucha, si vamos a
terminar igual? Pero aún no me siento derrotado porque, como dice Milanés,
entonces sí que renunciaría “a ver el sol cada mañana”.
… Y
yo quiero seguir viendo los atardeceres de la vida. El mundo, a pesar de todo,
sigue girando, aunque ¡cuántos destrozos causa en su paso diario por nuestras
vidas!
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