miércoles, 19 de marzo de 2014

Un día quise ser político

Desde muy joven, cuando alguien me preguntaba qué quería ser de mayor, respondía: “político”, eso sí, como ya daba muestras de cierta vaguería, puntualizaba: “pero solo concejal de mi pueblo”, porque siendo concejal del pueblo donde vivo no tendría que desplazarme, ni coger autobuses, ni nada. Me levanto y estoy en el trabajo a tiro de piedra, así de sencillo. Si hubiese aspirado, por ejemplo, a ministro, pues, primero habría que estudiar más –entre otras cosas, idiomas-, y después habría que vivir en otro sitio distinto, viajar por España y el mundo, y yo me pongo muy malo en los viajes desde pequeñito, que cuando iba a Granada desde el pueblo en el autobús -la Autedia, empresa de autobuses de Granada en la que trabajaba mi tío Pepe, que en paz descanse-, vomitaba hasta lo que no había comido; yo creo que de entonces viene mi insuficiencia hepática, que no está diagnosticada pero la supongo porque me pongo muchas veces amarillo por no ponerme una vez blanco…
Bien, pues para hacerme político pensé –tonto de mí- que tenía que estudiar algo, y me planteé dos opciones: Historia (a la que le añadían entonces Geografía), o Ciencias Políticas y Sociología. En la segunda, cuando fui a informarme me dijeron que entre las asignaturas había dos, Matemáticas y Estadística, que nunca fueron lo mío porque me había dicho mi padre que el que tiene la cabeza llena de números y de cálculo de probabilidades, no le queda hueco en ella para ser feliz, pues la deseché y opté por la historia, con su correspondiente geografía.
Pasé sin pena ni gloria por la carrera, un cinquillo por aquí, un seis por allí, ya en cuarto algún notable, hasta que llegué a quinto y me despendolé: ni cincos ni seises, notables, sobresalientes y dos matrículas. He sido siempre tan considerado con el bien común que me olvidaba del propio -nunca me gustó aprovecharme del dinero ajeno- y dejé las matrículas para el último curso de la carrera cuando ya no me las podía desgravar en la matrícula del siguiente curso porque la carrera se había acabado. ¡Toma, para las arcas del Estado!
Bien, una de las matrículas era en la asignatura “Historia de las ideas y de las formas políticas”, que si Maquiavelo, Marx, Cicerón, Hobbes, Marcuse, Nietszche (qué tío, que mal se llevaba con dios)… menudo tinglado, pero se me daba bien, me gustaba.
Por aquella época ya reinaba en España Felipe González, a quien yo había votado, aunque entonces todavía me quedaba algo del anarquista que fui al principio de mi juventud cuando un compañero me dejaba libros de Ricardo Mella (gallego y nada que ver con Fraga: él sí que era un revolucionario que ni dios, ni estado, ni rey, ni burguesía, ni…, de nada, solo obreros), de Phroudon y Malatesta. A mí me daba cierta cosa porque pensaba, coño, si tenemos dios, estado, burgueses y rey, habrá que hacer algo para acabar con ellos y a mí se me daba muy mal matar porque de nunca me ha gustado la caza, y acabar con el rey, todavía, pero ¿cómo se acaba con dios que está en todas partes? ¿Y con el estado? ¿Qué íbamos a hacer, recortarlo del mapa y echarlo al océano? ¿Y qué íbamos a hacer con los ministerios y con los cuarteles de la guardia civil? ¿Los arrasaríamos con gente dentro o sin gente? Y si acabábamos con el Estado, ¿dónde viviríamos entonces? ¿En el campo con las fieras?, porque yo pensaba que eso del Estado estaba en las ciudades… En fin, las cábalas de la juventud cuando se empiezan a leer cosas peligrosas para las que uno no tiene preparada la mente. Crecí, fui dejando a Ricardo Mella y Proudhon y me hice más sensato. Además, si quería tener un cargo, aunque fuera de concejal y si los anarquistas no querían el poder, ni el estado, ni nada de nada, solo asambleas, como los del 15M, ¿cómo coño iba yo a cumplir mi sueño? Nada, dejé el anarquismo y tras un breve paso por el comunismo maoísta, del que tampoco me gustaban muchos las casacas que nos tendríamos que poner, estilo Mao, ni que tuviéramos que hacer trabajos comunitarios cada cierto tiempo en el agro para cumplir los planes quinquenales, aunque fueras un intelectual, voté a Felipe en el 82, dejándome llevar por la ola de ilusión revisionista que invadía España y que a algunos les pilló de cuajo y se encontraron tan a gusto, que ya nunca salieron. Bueno, seguí sin creer en dios, o casi; mejor, me hice agnóstico que es más cómodo: como no llego a ninguna conclusión al respecto, pues ni afirmo ni niego, puede ser o puede no ser, el clásico no mojarse de los que no se crean problemas de conciencia.
Pero volvamos a la carrera. Termino y Felipe reinaba, que es por donde iba –estamos en el año 88- y yo veía que entre lo que había estudiado en la asignatura de la matrícula de honor sin honra (no me la podía desgravar) y lo que hacía Felipe, bueno, pues, algunas cosas sí, pero otras, ni mucho menos. No se parecía casi en nada; tenía algunos ministros que, ¡joder! ¿Cómo iban a ser de izquierdas si hacían una política que ya querría para sí la Thatcher?, aunque otros sí cumplieran con su deber de izquierdistas y crearan el estado del bienestar que después el PP se cargaría, pero, hombre, no es eso, no es eso: ¿Cómo has podido tener en el Gobierno a Boyer, a Solchaga, a Barrionuevo, a Corcuera, a Fernández Ordóñez –el del Banco de España, sí- , a Roldán, a Solbes? Tenían a Guerra que era un bocazas pero que contaba chascarrillos contra la derecha y contra los que se movieran en la foto –aunque él dice que nunca dijo esa frase aunque la practicara- y a veces nos reíamos mucho, pero que dejaba mucho que desear (se dedicaba en sus ratos de ocio al teatro… ¿qué le habría hecho el teatro?). Yo veía que algo no me cuadraba y ya me planteaba abandonar la política antes de empezar a desempeñarla. Les votaba y nunca me afilié por resquemor y dejé de pensar, de plantearme si sí o si no, me hice borreguito que votaba, con los ojos y la nariz tapados algunas veces, pero solo porque no quería que ganase la derecha. Luego, mucho más tarde, me afilié, sí, me afilié, pero esa es otra historia que ya contaré… cuando proceda y las aguas bajen mansas.
Cuando terminamos la carrera, casi todos los compañeros decidimos celebrarlo y como casi todos los que íbamos a nocturno éramos del proletariado y trabajábamos –excepto algún vago burgués que no le gustaba madrugar- y no podíamos hacer viajes al extranjero, ni a Murcia, pues decidimos irnos de cena y después a un cine. Cenamos por el centro de la capital una cena frugal a base de tapas –no daba para más- y luego nos fuimos a los Multicines de Princesa a ver una sesión doble nocturna a precio reducido porque era miércoles, día del espectador: y nos metimos para el cuerpo, y sin anestesia, “El Acorazado Photemkin” –esos sí que eran revolucionarios con dos narices y encima marinos- y una película de los Hermanos Marx, en la que Groucho dice a alguien: “Caballero, estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. Y me dije: “Anda, tonto, estudia tanto para que unos cómicos te den lecciones sobre la ética que mueve el mundo…”
Cuando salimos del cine intenté por todos los medios olvidarme de las ideas, de las ciencias y de las políticas y decidí seguir siendo anarquista y estar en contra de todo, que eso se me daba muy bien y no tendría ninguna responsabilidad; es como ser agnóstico pero en versión política, el “que politiqueen otros” que decía Franco.
También decidí hacerme bombero, que sería una profesión con futuro cuando hiciéramos la revolución, con la cantidad de cosas que tendríamos que quemar –prácticamente todo-, pero como nunca llegué a pasar las pruebas físicas, pues seguí de chupatintas. Y hasta hoy.

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