Cuando nos íbamos a la mili preguntó el militar que interrogaba al recluta que me precedía si tenía algo que alegar y el muy chuleta le contesta: “Enfermedades”. “Como todo el mundo, gilipollas, dime qué tipo de enfermedades, payaso” (dos insultos en una frase: mal empezábamos), le amenazó el tío vestido de militar –entonces no me sabía los cargos y ahora se me han olvidado- enseñándole el puño cerrado. “Gripes, almorranas, catarros, anginas...”, le contestó el listo. No le pegó dos tortas de casualidad… Yo iba detrás de él y pensaba decir que alegaba pies planos o sordera porque me lo habían recomendado y por si sonaba la flauta, pero se me quitaron las ganas; era un poco gallina y esos tipos asustaban de verdad, que todavía el franquismo les salía por la comisura de los labios y por la sangre de los ojos.
Desde siempre he sido bastante aprensivo, tanto que me mareaba al ver sangre, o cuando me la sacaban para algún análisis, incluso cuando me imaginaba vísceras humanas, operaciones, u otras guarrerías. Un día con dieciséis años más o menos una compañera le explica en un bar a un compañero el parto por cesárea de una amiga y yo presenciaba la escena. Desperté, tendido en la acera de la calle Ayala de Madrid, mucho tiempo después, tras continuas friegas de agua con alcohol. Me había desmayado sólo de oír la conversación. Y poco después me sucedió lo mismo, cuando visité a un vecino accidentado al que le habían recompuesto la cara con carnes procedentes de sus nalgas. No podía ver sangre o heridas. Recuerdo siempre el mareo como la enfermedad que más temía en mi juventud, porque era como estar muerto.
La enfermedad más grave que yo he tenido hasta hace bien poco, afortunadamente, ha sido algún grano de sebo que me han tenido que extirpar por la vía rápida y sin anestesia, tapones en los oídos, etc. Respecto a los granos de sebo (quistes sebáceos en lenguaje científico), me salieron sendos en ambos ojos debido, según mi doctora de cabecera de entonces, a que tenía el colesterol alto y no tuvo otra ocurrencia –el colesterol- que salir por los ojos (en mi pueblo cuando alguien come con mucho apetito, o con ansia, dicen: “se le ven los nuos por la espalda”, pero no por los ojos, hombre, que también es mala leche). Me dieron cita en la Facultad de Medicina en Madrid y me llevó mi hermano Pepe a que me los quitaran. Yo me dije: ¿Facultad de Medicina?, hostia, me opera un estudiante, seguro. Me metieron en un cuarto oscuro, con una lucecita muy fuerte y blanca que alumbraba la zona afectada, en el que había un tipo con bata verde y una tipa con bata blanca, muy mayores para ser estudiantes, así que la cosa no empezaba del todo mal. El tipo iba a ser el sajador, por llamarle de alguna manera, y mientras hablaban del fin de semana que se habían pasado con sus respectivos en no sé dónde, y se decían a ver si quedamos un día, y que si fulanita es un poco tal y menganito un poco más cual, me hizo una avería en los párpados que todavía exhibo y cuyo recuerdo debe provocar tremendos pitidos en la señora madre del caballero sajador cada vez que me veo en el espejo, porque parecen los Pirineos en miniatura. Debió utilizar cuerda de atar morcilla en vez de hilo fino, tal es el desastre que me hizo. Y encima que uno no es muy agraciado, pues… no es eso, hombre, que decía Ortega.
Desde los 18 ó 19 años, más o menos porque no tengo controlado exactamente cuando empezaron los primeros síntomas, tuve alopecia severa, más conocida comúnmente como calva, pero que he sobrellevado con resignación y como ya me he acostumbrado pues la combato, los veranos con una gorra de visera y los inviernos cuando hiela con alguna gorra, boina o sombrero de tela algo más fuerte. Aparte de esto, poca cosa. De joven, antes de que se manifestase la alopecia, también padecí de acné, que menudo cachondeo se traían en el trabajo conmigo por sus causas profundas, que hasta el director me mandó a un médico dermatólogo de pago y amigo suyo. Me recetó, porque no entraba en el seguro, un montón de cremas de todos los colores para que me embadurnara la cara por las noches, pero no hubo éxito y la paella de mi cara solo se extinguió cuando empecé a normalizar mis relaciones sexuales, muchos años después. Más sabe el diablo por viejo que por dermatólogo. Como el tal médico, muy falangista por otro lado, era experto en todas las cosas de la piel, le pregunté acerca de la mejor forma de conservar el cabello, que tan pronto iniciaba su declinar, y me dio el único remedio, según él, que había en el mercado farmacéutico: comprar una cajita. ¿Para qué?, le pregunté. “Para guardar el que se va cayendo”, me dijo. Le hice caso y llené cajitas y cajitas, pero el pelo de mi cabeza seguía cayendo. Y abandoné las cajitas.
Aparte de estos leves casos clínicos, nunca tuve enfermedades salvo las que decía mi colega de la mili y que se podían curar con unas buenas dosis de …freno, que hasta hace poco tiempo no supe distinguir bien el neofreno del ibuprofeno (después de escribir esto me entero tras consulta en google que es neopreno; mi mal oído, de herencia: otra enfermedad). También tendría que mencionar que una vez me operaron de algo que tiene que tiene que ver con el aparato reproductor, nada grave, pero no quiero dar más detalles para que no se resienta mi orgullo de hombre, que hasta ahí podíamos llegar. No, no fue grave, pero no me da la gana de hablar más del tema. Ya está.
Los problemas graves empezaron cuando dejé de fumar: ronquera que desembocó en faringitis crónica –diagnosticada con un simple abrir de boca y leve mirada de la doctora de cabecera-, colesterol y azúcar altos, el PSA se disparó, dando como resultado, después de dos años de subida-tratamiento-bajada-subida, cáncer de próstata. Eso sí, desde que dejé de fumar tengo los dientes más blancos, lo que se va por lo que se viene. Por eso, ahora me dicen que tengo que dejar de tomarme mis cañitas del aperitivo, y les digo que sí, que luego, para que vuelvan a salirme goteras por otra parte del cuerpo.
Como decía, hace poco tiempo me detectaron un cáncer de próstata y me tuvieron que operar: poca cosa. Me han quedado daños colaterales, que me dijo un urólogo, pero como ya me he acostumbrado, pues como si los hubiera tenido de siempre. Ahora casi ni me acuerdo de la operación porque me la hicieron por laparoscopia, una pequeña incisión en el ombligo, y no sabría explicar más porque lo que me contaron me parece ciencia ficción, y porque soy de letras… Sí recuerdo que cuando desperté de la anestesia dije que dónde estaba la raja con sus puntos porque, tenía la barriga muy hinchada y alguna que otra sonda, pero que yo había ido a que me hicieran una operación completa, con raja, y que cómo iba a justificar en el trabajo que había faltado porque me habían operado si no había raja. El problema es que por haberme operado por el ombligo a tientas y a ciegas, se cargaron el mecanismo que hace que se levante el aparato reproductor para ponerse en la posición de reproducir, y, en fin, eso sí que es un problema, y menos mal que yo tengo sentido del humor que si no armo un estropicio en el hospital sondado y todo como estaba.
El día que me iban a echar, el médico me hizo un montón de papeles que llevaron mis familiares a mi empresa, se lo creyeron y estuve casi ocho meses de baja, o sea que la cosa debió ser seria, aunque yo lo único que sentía era que me meaba. Pero me decía: ¡Cuántas vacaciones y cuánto tiempo libre, los libros que voy a leer y la música que voy a escuchar, no hay mal que por bien no venga!
Ahora me ha quedado, aparte de la otra, esta incontinencia verbal que a todas horas me viene… Es como si tuviera necesidad de contar cientos de miles de historias que se me ocurren o que tienen mucho de vida vivida, de anécdotas de mi vida pasada y presente, como si quisiera dejar testamento, coño, y me da un miedo, no me vaya a pasar algo, que yo pa’ estas cosas soy muy supersticioso aunque no crea en dios. Pero, como me dice un amigo: “lo peor es tener mucho que decir y porque te cohíbas o porque seas corto no ser capaz de echarlo fuera, y dentro se pudre y te puedes hasta volver loco. Tú cuenta o escribe, que es lo mismo, que esa es la mejor terapia, y déjate de psiquiatras o psicólogos que esos sólo hacen sacarte las perras”.
Aparte de este episodio aislado, desde que he cumplido determinada edad, siempre los análisis de sangre dan un poco el coñazo: que si el colesterol malo, que si el azúcar un pelín alto, que todavía no eres diabético, pero tienes que controlarlo, que si… bueno, la tensión la tengo bien pero me da mucho miedo porque mi tía Vitoria se murió por tener la tensión alta y un día se acostó y amaneció muerta, que vaya susto que dio a todo el mundo, aparte de la pena por morirse. Mi tía Vitoria cuando íbamos al pueblo y le decía mi madre que la habían operado del bocio, o de cualquier otra cosa, siempre le decía: “y yo que no voy al médico, ¡qué! Vosotras es que sois muy operaoras”. Pobre tita Vitoria.
Yo soy propenso a tener alto el colesterol y el azúcar y por eso no le echo mucha sal a las comidas, que no sé yo qué coño tendrá que ver esa cosa tan inerme a simple vista con todas esas enfermedades, porque si dijéramos el tocino, la panceta, incluso las chuletas de cerdo, pues vale, porque te imaginas al cerdo rebozado en la mierda, como más les gusta estar, y dices, vale, mierda igual a transmisor de enfermedades, pero la sal, que además viene del mar, todo azulito y claro, menos cuando hay borrasca, pues no me lo explico…. Y no sé cómo todavía a nadie se le ha ocurrido inventar un sucedáneo de la sal, igual que la sacarina, pero en sal: salarina, por ejemplo. Mi mujer dice que poca sal en las comidas, que es mala y yo, lo que diga mi mujer, aunque, lo que no consigo explicarme bien es el origen de la malignidad de la sal. Debe venir de que la infecten en el mar los bichos marinos, las morsas y las ballenas, sobre todo, porque no me imagino yo a los boquerones… aunque, bien pensado, los boquerones en vinagre (como decía un conocido mío poco dado a leer) puede ser que desprendan un ácido que sea el que la infecte… Al final va a llevar razón la María, una señora a la que llamamos la Quezí por una coletilla que utiliza cuando habla y con la que empieza cada frase: “Que zí…”, y aunque sea que no, ella empieza por el “que zí…” (es de Graná y ya se sabe…). Pues la Quezí dice que ella no come pescado por la cantidad de gente que se baña y se mea en el mar e incluso por los que se mueren ahogados bien por gusto o por necesidad, que el mar es una tumba y que… etc. Pues la sal marina, igual, con tanta gente muerta debe estar contaminada y por eso debe ser tan poco recomendable.
Lo que me hace gracia de todas estas enfermedades nuevas es que todas tienen remedio haciendo un poco de dieta y andando, o haciendo footing. En otro tiempo, cuando no existían chándales porque no estaba Decathlon y la gente no hacía footing ni andaba deprisa, la gente se moría por el azúcar alto y no lo sabía, decían que se morían de otras enfermedades. Yo no había oído nunca a nadie decir: “pobre, se ha muerto porque no salía a andar, o por el azúcar o por el colesterol”.
Hay mucho rollo en todo esto de las nuevas enfermedades y es que desde que hicieron la sanidad pública la gente se hizo muy quejica y abusaba de los médicos y de las enfermeras; claro, como era todo gratis, pues los viejos o muchos mayores de cierta edad se iban al ambulatorio y como se estaba calentito pues allí pasaban la tarde e incluso algunos la mañana… y ahorro para la cartilla. Luego inventaron los centros comerciales y se repartieron a los viejos y así ahora, en las zonas comunes de estos centros, hay legión de ancianos charlando e incluso jugando a las cartas o haciendo punto de cruz, que con la mierda de pensiones que tienen, consumir, poco, si acaso un poco de agua fresquita en el bidón que ponen al fondo del pasillo en el Alcampo, que es gratis.
Siguiendo con mis enfermedades, también padezco de ardores, pero eso es un mal pasajero y se me manifiestan sobre todo cuando me paso con la cerveza o ceno tarde, pero ya lo tengo controlado: no me paso de cuatro cañas y nunca ceno después de las 8 en invierno o de las 9, bueno, las 10, en verano, que es cuando se va el sol, porque cenar con el sol arriba, no pega. De esa forma no tengo ardores.
Otra de las enfermedades más frecuentes que suelo tener son las dichosas agujetas, que me salen sobre todo después de una larga temporada sin salir a hacer foot…, bueno, a andar deprisa, o cuando voy a coger aceitunas que, como me tocaba dar palos a los árboles, terminaba con las extremidades superiores hechas caldo, que ni el azúcar disuelto en agua me las quitaban. Hay que reconocer que no es una enfermedad grave, pero, joroban bastante. Ahora con los daños colaterales que he comentado antes pues no tengo obligación moral de ir, así que me evito esta enfermedad.
Últimamente mi mujer me dice: “es que no me comes ná”, y la pobre lleva razón porque estoy algo desganado aunque tengo que reconocer que es a la fuerza. ¿? Salgo del trabajo y que si una cañita, que si la tapa que si otra cañita, que si otra tapa y, al final, llegas a casa y no comes nada, o poco. Bueno, te tomas el café, que tiene que ser descafeinado porque el otro es malo para la tensión y como ese problema sí que me preocupa pues, descafeinado. Tiene uno el vicio, que no enfermedad, de cumplir años y con cada año te cae una gotera nueva, pero habrá que taparlas porque no vamos a derribar la casa ahora que ha cogido el calorcito de los hogares.
Desde siempre fui un tipo que le daba muchos vueltas a los problemas que iban surgiendo, por nimios que fuesen, y no tenía claro que formaban parte inseparable de la vida, por lo que había que convivir con ellos y enfrentarlos y que cada victoria suponía un paso adelante y si no tenían solución, pues dejaban de ser un problema. Pero eso se aprende cuando creces. Los problemas se metían en mi cabeza y daban vueltas como si estuviesen en una centrifugadora, y se mostraban de frente, de perfil y de espaldas, del derecho y del revés, desde arriba y desde abajo, y, al final, ya no parecían un problema sino diecisiete porque yo, entonces, tenía una incapacidad casi enfermiza para enfrentarme a ellos desde el principio y de cara y era muy dado a dejar que pasase el tiempo por si se solucionaban solos. Yo no sé si esto será una enfermedad o no; en cualquier caso ya me he curado en parte, aunque me queden algunas secuelas. Eso sí, a la hora de dar consejos, antes y ahora, era un experto: a los problemas hay que hacerles frente de cara y en cuanto asoman la cabeza, pero ya se sabe que una cosa es predicar y otra muy distinto dar trigo.
Volviendo a las incontinencias que padezco, sobre la verbal he intentado buscar una explicación porque me preocupa, no vaya a ser que…, y he dado con ésta: Con la ausencia de la próstata desaparecen las feromonas, testosteronas y otras onas, lo que, unido a la ingesta de café con sus churros, o porras, más grasosas, y la cervecita –o vino- del aperitivo, produce un efecto devastador sobre el intelecto que, a su vez, engendra monstruos sin necesidad de estar dormido y soñar. Bien pensado y si la naturaleza fuese sabia, todas estas incontinencias –verbal, urinaria- se me podían haber producido en el ámbito sexual, que mi mujer lo habría agradecido, y no como lo ha hecho que… Un amigo más o menos de mi edad y con mi mismo problema se consuela diciendo y diciéndome: “para uno que echábamos al mes, y eso el mes que tocaba, pues tampoco hemos perdido tanto…” En fin… ten amigos para que te consuelen.
En definitiva, paciencia, que es la receta habitual de mi urólogo de cabecera. Sí, sí, urólogo de cabecera. Yo antes tenía como todo el mundo médico/a de cabecera para mis resfriados, mis gripes, mis tapones en los oídos, mis hemorroides, cosas de andar por casa. Pero ahora con la operación, he subido un escalón y ahora tengo urólogo de cabecera: cada tres meses análisis de todo, sangre, orina, que si todo va bien, que te veo de nuevo en 3 meses y repetimos todo… En fin, algo de más categoría, que para eso llevo 41 años cotizando a la seguridad social y ya era hora de que recogiera algo, que todo el mundo cobra de lo que ha cotizado.
El urólogo de cabecera, o los urólogos porque cada vez que voy hay uno diferente, o casi, pues se contradicen. Una vez le pregunto al que había si volvería a ejercer y me dice: “jamás”, pero cuando voy al siguiente, me dice “por supuesto, con ayuda, pero claro que sí”. Y me manda pastillas para no sé qué, y viagra para cuando vaya mejor y un artilugio que han inventado los americanos que tal y tal, y míralo por internet que viene el funcionamiento, y yo, a todo esto, la picha hecha un lío, en el sentido literal de la palabra, porque, ¿quién sabe cuándo, dónde, cómo y por qué? La última vez que los he visitado incluso me han hablado de que me ponga una inyección en tal parte para provocar la erección… y me lo estoy pensando porque al ser parte tan blanda y delicada, no sé, no sé. También me han recetado ejercicios exhaustivos y precisos que ayuden a fortalecer el suelo pélvico, algo que me ha salido después de la operación y que antes no tenía porque nunca había oído hablar de ello, quizás porque soy más bien despistado y porque lo que se desconoce es como si no existiera.
El problema más grave que me ha quedado y el que más lamento, qué coño, es que antes cuando veía a una chica guapa y hermosa le decía aquello de “No sabes tú lo que podríamos hacer”. Ahora, si se me cruza la misma -que es que se me cruza todos los días y no hay derecho- tendría que decirle: “No sabes tú lo que podríamos haber hecho…” Pero como ni antes, ni ahora -porque siempre he sido un poco torpón para ligar- pues a callarse y a seguir con la receta: paciencia y a otra cosa, mariposa. Y tápate bien que no vayas a coger frío y entonces sí que se descontrola todo porque estornudar y toser es malísimo para la incontinencia.