- Cuando
despierto
EL
DESPERTAR
Cada mañana la misma historia: me despierto
sobresaltado pensando que ya me he vuelto a dormir, algo que, en realidad, me
ha sucedido muy pocas veces; a tientas doy con el botón de la luz del móvil y
miro la hora, y compruebo, como cada mañana, que todavía falta una hora para
que suene la alarma. Es el problema de no tener coordinado el reloj biológico
con el despertador, aunque lo sorprendente es que sucede también los días
festivos cuando el despertador no sonará, y sin tener en cuenta, además, a qué
hora me haya acostado la noche anterior.
Hoy quizás sí tenía una
explicación en la inquietud que me provocan siempre los análisis clínicos que,
periódicamente, debo realizar para comprobar que determinados niveles de la
analítica no se han desbocado. Me acosté preocupado en que no se me olvidara
recoger una muestra de la primera orina de la mañana y seguir los pasos tal
cual me habían indicado tantas veces, en no desayunar porque me debían extraer
sangre en ayunas…
Hoy sí, pero para el
resto de los días no hay explicación. Después de dar unas cuantas vueltas en la
cama, de aliviar la vejiga y comprobar que los niños siguen durmiendo
plácidamente, vuelvo a intentar conciliar el sueño que, si se produce, se verá
interrumpido bruscamente cuando atruene el sonido del despertador del móvil, al
que no he podido sustituir por otro más suave porque no acabo de ponerme al día
con las nuevas tecnologías.
Quiero pensar que todos
los relojes volverán a coordinarse cuando cambien la hora.
2. Vestirse a tientas
EL EJERCICIO
El ejercicio consistía en vestirse en la oscuridad, no sé muy bien con qué
finalidad, quizás para ponerse en el lugar del otro, empatizar con quién cada
día lo hace por obligación. Aproveché que siempre me despierto una hora antes
de que suene el despertador para realizarlo en la penumbra absoluta, mientras
todos dormían, con lo que también evitaría dar explicaciones.
Nada más despertar me incorporé y me
senté en el borde de la cama. Busqué con los pies las zapatillas; no las
encontré y caí en la cuenta de que las había dejado en la puerta del baño, una
mala costumbre que debía cambiar. Establecí un plan de acción para encontrar la
ropa: primero buscaría en la mesita, después en el armario, a continuación me vestiría
y, por último, me echaría un poco de agua por la cara. Abrí a tientas el
segundo cajón de la mesita y cogí el primer par de calcetines que toqué, sin
reparar en el color, sólo en la textura (tenía mezclados los de invierno con
los de verano). Pensé que hoy el puzzle de mi vestimenta probablemente no
combinaría del todo. Con los calcetines puestos me dirigí al armario, y, al
abrirlo, percibí con más intensidad que nunca el olor de los membrillos que
habíamos colocado días atrás en sus estantes. Busqué después unos pantalones
finos, de entretiempo, que estaban mezclados con los de invierno. Y, a
continuación, me llevó demasiado tiempo localizar las mangas de las camisas
para elegir una de manga corta. Finalizó la búsqueda y me dirigí al baño a
beber un trago de agua para paliar el mal sabor - pastoso y amargo - que dejan
las noches en la boca. Volví al borde de la cama; me puse la camisa y los
pantalones y solo me faltaban los zapatos. Busqué los de borlas para evitar
ponerme uno de cada color porque los otros dos pares son del mismo modelo y era
imposible distinguirlos. Era tal el desbarajuste que había en la zona de los
zapatos que hice demasiado ruido, o eso me pareció a mí en la oscuridad. Al fin
los encontré, encajé cada pie en su zapato y me dirigí al baño a lavarme la
cara. Cuando abrí el grifo, mi mujer dio la luz y se escuchó desde el fondo de
la habitación:
-
¿Qué diablos está pasando con tanto ruido? ¿No te das
cuenta de que son las tres de la mañana?
Afortunadamente, el ejercicio estaba
terminado, porque lavarse a oscuras no formaba parte del mismo.
3. El primer
sonido del día
UNA BANDA
SONORA
Silencio. Es tiempo de vacaciones. Amanece y despierto lentamente, como
despierta el día en el pueblo, sin estridencias. Desayuno y salgo a la calle. La
primera impresión que percibo es la del silencio que todo lo invade y me viene
a la mente, como en una nebulosa, el estruendo habitual de los sonidos de la
ciudad.
Llego al campo, a un sendero
flanqueado por melocotoneros y olivos, y el trino de los pájaros es la música
que acompaña este instante en el que todavía deambulo soñoliento. Pienso cuán
diferentes son las bandas sonoras del campo y de la ciudad. En la alameda me
embriaga contemplar las copas de los álamos meciéndose con la suave brisa del
viento, al mismo tiempo que su silbido se convierte en pura melodía en mis
sentidos.
Subo la cuesta por donde discurre el
arroyo y el rumor del agua que me acompaña me va anunciando la hora del
despertar definitivo. Sigo su curso y, según avanzo, su murmullo se convierte,
poco a poco, en palabra concisa hasta llegar al grito con el que la
cascada me anuncia que he llegado a mi destino. Y es en ese lugar, con el
salvaje estruendo del agua al romper contra la roca, donde el silencio se rompe
en mil pedazos y todos mis sentidos se abren plenamente al día.
Son los sonidos embriagadores de la
naturaleza que recupero en este tiempo de vacaciones.
4. Un
líquido en la garganta
LA CUEVA DEL
VINO
Pedro es nuestro guía en esta excursión iniciática al Llano porque ha
pasado gran parte de sus setenta años recorriendo la zona con sus rebaños en
busca de los mejores pastos y la conoce al dedillo. Hacia el mediodía el
cansancio hace mella en los cuerpos de los caminantes e iniciamos el regreso.
Yo propongo reponer fuerzas en uno de los bares del pueblo, pero él dice que el
punto y final lo pondremos en su granja. Él es el guía hasta el final.
Atravesando sus viñas llegamos a la cueva, su lugar de retiro, donde conserva
el vino que pisa y cuya fragancia nos invade nada más abrir la puerta. Se
lamenta de que ya no pueda venderlo a los bares del pueblo por las nuevas
exigencias burocráticas comunitarias que él no puede afrontar, y, por ese
motivo, sólo vende a amigos, o lo consume in
situ con ellos, "pero nunca a quién
tiene problemas con el alcohol", afirma.
Pasamos al interior y nos situamos
alrededor de la mesa camilla. Él se dirige a la cámara contigua, donde las
tinajas conservan el vino, "sin
química", que vamos a degustar. Siento curiosidad y le acompaño. En la
entrada, una leyenda en un azulejo advierte: RECUERDA AMIGO: BEBE ACOMPAÑADO Y COME PARA QUE LA BEBIDA TAMBIÉN SE
SIENTA ACOMPAÑADA. Pedro llena una jarra del líquido rosado brillante,
mientras otros enjuagan unos vasos. Coloco la jarra en el centro de la mesa,
presidiéndola, mientras él saca embutidos y queso, y ordena que alguien los
haga rodajas. Una vez la bebida en los vasos, las viandas en los platos y los
caminantes en torno a la mesa, levantamos los vasos para brindar por la
amistad. "Y comed, que quien bebe y
no come, está cerca del alcoholismo...", nos dice Pedro.
Y cuando bebo del vaso de barro y el
líquido invade mi boca, estalla en mi paladar un manantial afrutado y siento
como el cansancio que mi cuerpo arrastra se atenúa. El cuerpo, ya relajado,
pide más, relleno mi vaso y el de los que han dado cuenta de él de un trago y
vuelvo a beber, esta vez más despacio, degustándolo con deleite, y el vino
actúa como un sedante embriagador. Entre trago y trago, picamos tocino veteado,
chorizo y morcilla, queso; hacen un maridaje perfecto, sobre todo con sed y
hambre. Se acaba la primera jarra y Pedro vuelve a la tinaja; regresa y rellena
los vasos; se vuelve a acabar y la vuelve a rellenar y bebemos, comemos, y
hablamos… Pedro no se cansa de repetir que comamos, que comiendo no hay
problema.
Poco a poco, el sopor que produce el
alcohol hace que los ojos se vayan entornando y se relaje la lengua y se
desboque hasta límites insospechados; que estallen las risas por el chiste
oportuno o por el vuelo de una mosca alrededor del vino, o por nada; que se
instale el fuego en las mejillas de los que no aguantamos más allá de un par de
vasos... Pedro nos observa, ahora en silencio, desde lo más profundo de su
sabiduría, satisfecho por haber compartido la jornada con personas más jóvenes
que él, y que hacen votos para repetir la jornada en cuanto tengan ocasión. El
paseo y su etapa final, la degustación del vino, han sido la excusa perfecta
para conocernos mutuamente y para hartarnos de reír.
5.
Miedo
LUCES
BLANCAS
Desde que crucé la puerta del hospital un nudo se me
hizo en la garganta y ya no pude pronunciar palabra. Hacía calor pero yo
tiritaba de frío. Hasta entonces no había sido consciente del diagnóstico:
cáncer, que yo quise creer leve y así le dije al urólogo: “si es nivel cuatro
en una escala de siete, es leve”. “No, un cáncer siempre es grave”, me
respondió. Estaba convencido de que todo saldría bien e intenté no pensar
demasiado en ello. Tenía que confiar en la ciencia, ¿o era la técnica? Pero el
día definitivo todo cambió. Según subía las escaleras hasta la planta donde
quedaría ingresado, noté cómo una nebulosa se instalaba en mi mente
trastornada, en la que se mezclaban nubes negras, luces blancas de quirófano,
bisturís, médicos y enfermeras que miraban con los ojos muy abiertos a mis ojos
que suplicaban no sé muy bien qué…
Cuando llegué a la
habitación la auxiliar me dio ropa e instrucciones para el viaje. Me desvestí.
Temblando me puse la bata verde y me tumbé en la cama. Empezaban a llegar
familiares y el nudo en la garganta se acentuó, apretaba los dientes haciendo
un gran esfuerzo para evitar que las lágrimas brotasen. Me tapé con la sábana
para evitar que los demás viesen cómo temblaba todo mi cuerpo. Cerré los ojos.
Volvió la auxiliar para
realizar las operaciones previas y me ordenó ducharme. Tomé a mi mujer del
brazo, intentando evitar mi desamparo y la llevé conmigo. Bajo la ducha rompí a
llorar silenciosamente. Volví a la cama y me tendí, algo más tranquilo. Cuando se
volvió a abrir la puerta y entró la camilla volvió el temblor a mi cuerpo y un
sudor frío lo recorrió de punta a punta, me faltaba el aire en los pulmones y
me mordía los labios intentando dar a mi cuerpo la fortaleza de la que carecía.
Camino del quirófano me
recomendaron cerrar los ojos para que no me marease con las luces blancas que
pasaban veloces sobre mí. Llegamos al destino y me tendieron en la camilla
definitiva. Un murmullo insufrible me aturdía y una enfermera me dijo algo que
no entendí. Noté un pinchazo. Me hicieron una pregunta que ya no contesté…
A las siete horas amanecí
en una sala vacía, el cuerpo malherido, conectado a botes de suero y
antibiótico, con tubitos que salían de mi cuerpo y desembocaban en bolsas a
orillas de la cama… Pensé: ¿Ha pasado todo o acaba de empezar? ¿Estoy vivo?
6. Un gesto ante el espejo
ADELA ANTE EL ESPEJO
Aquella mañana, cuando Adela se plantó ante el espejo
y vio el rostro que se reflejaba al otro lado, ya no reconoció a la mujer que
fue. La tristeza se había instalado en el gesto de sus labios agrietados, en su
mirada lánguida. Adela, al otro lado, vio una luz apagada...
Hubo un tiempo en el que
fue feliz, pero duró poco. Desde el principio se sintió, primero ignorada,
abandonada después, por el hombre que amaba. Luchó con uñas y dientes por
mantenerlo, primero, por recuperarlo, después, pero dio la batalla por perdida
definitivamente y, desde entonces, se abandonó a su suerte. Había pasado el
tiempo, pero no había borrado las heridas.
Aquella mañana, ante el
espejo, como en ráfagas amargas, pasaron por su mente sus ojos de ayer, azules
y vivos como torrente de aguas bravas, que hoy han tornado en nubes que
presagian tormenta, y cubiertos de ojeras como muescas que la desventura ha ido
pintando con cada desengaño; sus labios carnosos, en forma de corazón apaisado,
hoy están atravesados por una herida de tristeza; también sus
cabellos, dorados como hebras de oro y que enmarcaban un rostro radiante,
sufren hoy, a destiempo, el acoso despiadado de las canas que traen consigo los
años.
Era la tristeza que
embargaba su alma la que había tomado aposento, sin piedad, en su rostro, y se
dijo que no podía seguir así. Apretó los dientes y cerró los ojos para
tratar de evitar el llanto, y, aun en silencio, el gesto que ahora se reflejaba
en el espejo era el de un grito mudo de rebeldía ante el escozor por el tiempo
perdido.
Cuando volvió a abrir
los ojos, la serenidad intentaba a duras penas volver a su mirada y pareció
como si, al otro lado, sus ojos se encendiesen como dos estrellas que le
advertían, ahora con gesto severo, que la vida seguía y que no podía darse por
vencida...
7. Un trayecto
MADRID. DE
ATOCHA A NEPTUNO
Madrid es una ciudad para pasear si nos olvidamos del tráfico y de la
polución. Cada jueves por la tarde realizo el mismo trayecto, de Atocha a
Neptuno: un cuarto de hora andando a paso normal. Subo desde la estación y, en
el horizonte, aparecen los edificios de la glorieta, entre los que destaca la
vulgar fachada gris del Museo Reina Sofía, edificio en otros tiempos destinado
a hospital de beneficencia. Mientras cruzo por el eterno paso del Ministerio de
Agricultura, - edificio modernista coronado por un conjunto escultórico
excesivo -, que dejo a la derecha, veo a lo lejos dos caballos al pie de la
estatua de Claudio Moyano; según me acerco compruebo que es la policía y que
los dos agentes a caballo charlan rutinariamente. Llego a la parada del
autobús y saludo a una amiga que espera; pienso en ir con ella,
pero, como hace buena tarde, decido ir andando. Camino entre el Botánico,
a mi derecha, y la riada de coches, y me pregunto por qué las plantas del
jardín tienen que estar encerradas entre muros y vallas. Me respondo: no son
plantas comunes y hay que preservarlas de la gente común. Para evitar en
parte el ruido y el humo de los coches, me desplazo a la vereda, en otros
tiempos de tierra, junto a la valla y pienso en lo ridículo que quedan los
bancos corridos adosados a la pared que, a fuerza de acumular capas de cemento,
han perdido su función: el asiento está a escasos diez centímetros del suelo,
por lo que, si te sientas en ellos, es como si te sentases en el suelo. Recorro
de sur a norte la fachada del Museo Botánico, y, antes de llegar al final, me
adelantan los caballos que había dejado en la Cuesta Moyano, con su cabalgar
pausado sobre los adoquines. Mientras contemplo cómo se alejan, soy consciente
de que vivimos en estado de emergencia. Se dirigen hacia dónde acaba la fila
para entrar al Museo del Prado por la puerta Norte. Llego al lugar en el que se
han parado los caballos, junto a la estatua de Velázquez; ahora el pavimento es
de losas grandes y lisas, algo que los pies del caminante agradecen, y ya
diviso en toda su longitud la fila, que nace en la puerta, baja por las escaleras
y se extiende hasta la estatua. En la plaza central vislumbro un enjambre de
turistas que van y vienen, cámaras en ristre, fotografiando la estatua de Goya
e intentando encuadrar, como telón de fondo, el Hotel Ritz, frente a la puerta
Norte; después dirigen el objetivo a la fachada lateral del Museo, a la iglesia
de los Jerónimos que, en la colina, preside la escena. Veo a chicas, de espaldas al edificio, haciéndose
el selfie preceptivo, y a los curiosos del arte 'menor' observando con
curiosidad y detenimiento las acuarelas de los pintores aficionados expuestas
en la calle. Miro hacia los puestos de recuerdos, y mi vista se va a los
toreros y las señoras con vestiditos de faralaes, junto a las botellitas de
agua a dos euros. Y me detengo ante la estrella de la tarde: el mimo motorista
que hace una pirueta imposible, desafiando la ley de la gravedad; le echo unas
monedas, me hace un guiño y me saluda soltando el manillar... Prosigo y acelero
el paso porque está a punto de abrirse el semáforo. Vuelvo a ver a la amiga que
dejé en la parada del autobús en Atocha, sentada en la terraza de un bar de la
plaza de Neptuno, terminándose un café, dando la espalda al majestuoso Hotel
Palace. La vuelvo a saludar y me dice que cómo he podido tardar tanto en
ese trayecto. "Porque voy a los sitios con tiempo para disfrutar del
paseo, no tengo prisa...", le respondo. Aún así, los quince minutos se han
convertido en treinta, pero el paseo ha sido tan agradable que ha pasado en un
suspiro... Subo la cuesta de la calle Cervantes, veo una fila que espera para
entrar en la iglesia de Jesús de Medinaceli, y, como aún me sobra tiempo,
también me tomo un café antes de entrar a clase.
8. El trayecto que no se hizo.
MADRID-GRANADA. UN VIAJE DE VUELTA
En mis viajes desde la ciudad donde resido al pueblo
de Granada donde nací, las palabras ida y vuelta no tienen el
significado que se les supone: el viaje de ida es, siempre, la vuelta al lugar
al que pertenezco, y la vuelta es la ida, porque siempre queda pendiente otro
regreso.
Desde que abandonamos el
pueblo, la distancia, en tiempo, se ha reducido a la mitad, pero ahora el viaje
es más monótono. Cuando tomas la autovía en Madrid es como si te metieses en un
túnel que abandonas cerca del pueblo, a veces, incluso, sin paradas
intermedias.
Con cada regreso es
inevitable evocar el pasado y los viajes en tren durante la juventud. La
emoción por el reencuentro con los lugares y las gentes de mi infancia
comenzaba con los preparativos del viaje. Como casi siempre solían ser pocos
días, aprovechaba el tiempo al máximo: hacía la maleta la noche anterior
y me la llevaba al trabajo; al acabar la jornada laboral, con mucha antelación,
me dirigía a Atocha, como si llegar antes supusiera adelantar la
hora de partir. Casi siempre iba en segunda clase y de noche, y era muy difícil
dormir. Yo procuraba hacerlo nada más salir de Madrid, por el temor que tenía a
pasarme de estación y llegar hasta Almería, final de trayecto. Siempre me debía
dormir pasado Aranjuez, porque tengo el recuerdo de ver el letrero de su
estación y después un vacío, sin más estaciones en la provincia de Toledo,
hasta despertar con el trasiego de personas y maletas en los pasillos ante la
proximidad de Alcázar de San Juan, en Ciudad Real, donde el tren hacía la
primera parada larga, para que subieran o bajaran pasajeros, tomar un café....
Yo salía para estirar las piernas y fumar, pero no me retiraba mucho por sí
sonaba el silbato y no me daba tiempo a volver. Quedaba poco tiempo ya
para llegar a Despeñaperros, mitad de trayecto.
Al lado sur de Sierra
Morena, las vides habían dado paso a los olivares y la llanura a la montaña,
algo que me hacía sentir que empezaba a estar en casa. En la estación de
Linares-Baeza (de niño pensaba que eran un solo pueblo), en Jaén, el tren se
detenía para dividirse en dos: el que seguiría trayecto a Granada capital y el
que continuaría hasta Almería. Ya estaba a escasas dos horas de mi destino y la
inquietud me impedía sentarme: hacía el viaje en el pasillo, como si al ir de
pie fuese a llegar antes. Desde la ventana, con las primeras luces del día,
miraba hacia adelante y veía cómo, poco a poco, desde el final del llano por
donde avanzaba el tren, iba acercándose el telón de fondo de Sierra Nevada, a
cuyos pies me dirigía.
Penúltima parada,
Moreda, Granada. Bajaba la maleta del estante de mi departamento, y
me dirigía hacia la puerta porque en quince minutos estaría en Guadix. Al
entrar en la vieja estación empezaba a ser un hombre que recobraba su pasado.
Salía a la calle y descendía por la cuesta hasta la parada del autobús; ante
mí, la majestuosa imagen de la catedral con su trasfondo de montañas nevadas
que vivía perenne en mi recuerdo. Un autobús me llevaba a Purullena, y cuando
bajaba la cuesta, flanqueada por cerros y cuevas, y paraba frente a la
calle Real, sentía que ya estaba de vuelta, en casa...
Hoy, cada regreso es una vuelta al pasado porque las
calles se han llenado de sombras con nombres y apellidos. Por eso, cuando
reemprendo el viaje de ida, me digo que el exceso de nostalgia no es bueno para
mantener una buena salud mental. Aún así, siempre espero el próximo regreso.
9. Encerrado
LA TEMPESTAD
Jordi había quedado con un amigo para tomar una copa una tarde de sábado.
Cuando salió del metro una impresionante tormenta oscureció la ciudad y pensó
en volver a casa. No lo hizo. En el pub le esperaba su amigo. Al poco de llegar
entablaron conversación con dos chicas y
la copa se convirtió en copas, y ellas en tigresas con hambre que también despertaron
el apetito de sus presas.
Antes de que llegase la noche, el
amigo de Jordi salió del local con su pareja y, poco después, lo hicieron él y
su chica. Se dirigieron al cercano edificio de la empresa en la que él
trabajaba y cuyas llaves siempre llevaba en el bolsillo. En vez de subir a las
plantas altas, mejor acondicionadas, pero con ventanas al exterior, se
dirigieron al sótano, a la sala del archivo que tenía una pequeña antesala con
unos cómodos sillones. Mientras fuera seguía la tormenta, en el pequeño
habitáculo enmoquetado se desataba otra tempestad de besos y sexo, después de
la cual no llegaría la calma...
El frío despertó a Jordi, que estaba
tumbado en el suelo. Extendió un brazo y después el otro, buscando el calor del
cuerpo de su compañera de viaje. No estaba a su lado. Gritó su nombre y no
contestó. La inquietud comenzó a invadir su cuerpo. Se incorporó y, a tientas,
palpando las paredes, y con pasos cortos y lentos, se dirigió hacia la puerta;
a la izquierda sabía que estaba el interruptor; lo pulsó y no había luz, y en
ese momento la oscuridad le atravesó las sienes como un cuchillo. Temblando
giró el pomo de la puerta y no abría: habían echado la llave por fuera. Sintió
cómo su mente se atrofiaba y era incapaz de pensar en nada coherente. Solo
quería gritar, pero el jadeo que provocaba el acelerado ritmo del corazón
impedía que el grito saliera al exterior; le empezaron a temblar las
piernas y un sudor frío recorrió su cuerpo. Con los puños cerrados empezó a
golpear la puerta y, ya sí, expulsó un desesperado ¡socorro!, a sabiendas de
que nadie escucharía.
A duras penas intentaba mantener la
calma que, a cada instante, impedía el silencio. Buscó a tientas la ropa, que
debía estar en el sofá. Se vistió. En el abrigo comprobó que no estaban las
llaves ni la cartera. “¡Hija de puta!”, gritó con toda la rabia que le permitía
su cuerpo y su orgullo heridos. Recordó que había olvidado el móvil en casa. No
sabía qué hora sería y no recordaba dónde había dejado el reloj… Daba igual la
hora que fuese. Se movía de un sitio a otro, con pasos cortos y nerviosos, y,
para romper el silencio, daba palmadas y se hablaba a sí mismo en voz
alta, con voz temblorosa y entrecortada, tratando de convencerse de que nada
malo le pasaría. Después se dijo que era ridículo lo que estaba haciendo y
decidió ponerse el abrigo y sentarse. Envolvió la cabeza con sus manos, cerró
los ojos y apretó los dientes para evitar el llanto, sin conseguirlo. Rompió a
llorar, al tiempo que maldecía su mala suerte. Volvió a gritar “hija de puta”
una y otra vez. Intentó dormir, pero el temblor no se iba de su cuerpo. La
tensión le había provocado un tremendo cansancio y entró en una especie de
duermevela durante el cual mil ideas atormentaron su mente. Su estado de
ansiedad le impedía racionalizar la situación. Al fin se quedó dormido, pero
enseguida despertó. La luz de la sala estaba encendida. No había nadie, por lo
que no fue ella, pensó, quién bajó los plomos de la luz del edificio; habría
sido la tormenta. Respiró más tranquilo, se incorporó y fue hacia la puerta;
seguía sin poder abrirse. Pegó su frente a la madera, cerró los ojos, y,
mientras maldecía entre dientes su mala suerte una vez más, sintió como
introducían una llave en la cerradura. Sus músculos se destensaron al mismo
tiempo que la furia se le incrustaba en los ojos. Expectante, se separó de la
puerta y al otro lado apareció su amante fugaz. Cuando la miró fijamente, con
el rostro aún desencajado y los ojos que querían salirse de las órbitas, ella
dio un paso atrás al mismo tiempo que él le lanzaba un puñetazo que no llegó a
su destino, pero que provocó que se hiciera añicos contra el suelo la botella
de güisqui que ella había ido a buscar para celebrar el encuentro.
10.
Mientras baja el ascensor
UNA
BIBLIOTECA ESPECIAL
Termino la visita a la recién inaugurada
Biblioteca-Museo en la quinta y última planta, destinada a exposiciones
temporales y a cafetería, y decido bajar
en el viejo ascensor restaurado, aun a sabiendas de que tardaré más que por las
escaleras. Cuando llega, abro la cancela de hierro y tengo la sensación de que
me voy a enclaustrar en un confesionario de maderas tenebrosas con cristales.
Una vez dentro del habitáculo, a través de los cristales contemplo en el
exterior una especie de cilindro de cristal que rodea el hueco de la escalera
de caracol, por donde transita la vieja máquina. Cierro cancela y puerta de
madera, pulso el botón del bajo –no sé aún que parará en cada planta- y en el
espejo veo reflejada mi cara de satisfacción por este paseo a través de la
literatura y el arte.
Se pone en marcha el
viejo trasto y recuerdo las salas con libros de cada época y la multitud de
objetos artísticos y otros utensilios que, en perfecta armonía, se complementan
por los diferentes espacios; y pienso en un imaginario viaje literario desde el
racionalismo de las vanguardias hasta la era pre-clásica plena de mitos y
leyendas.
En la cuarta planta sube
un hombre mayor, sudoroso, se mira en el espejo y se ajusta la corbata. Miro
hacia el techo y compruebo que es demasiado bajo, proporcional a la estatura
media del hombre de principios del siglo XX, y aumenta la sensación de
enclaustramiento. Recuerdo que en esta planta se exhiben obras desde el
Romanticismo y el Modernismo hasta la literatura contemporánea. “Demasiada
materia para tan poco espacio”, pienso.
Seguimos la marcha. El
ascensor se detiene en la siguiente planta de manera brusca, y tras el lento
proceso de apertura pasan al interior dos personas: ya está el aforo completo.
No corre el aire entre los cuatro cuerpos. Me estiro y respiro hondo.
Proseguimos la marcha. Después de saludar, éstos sí, hablan sobre los dos
espacios destinados, en esa planta, a la literatura del Barroco, a la multitud
de ediciones de El Quijote y de objetos relacionados con él, y a la época
Neoclásica, época dominada por la razón en la que surge “la llave de los
tiempos modernos…”, según uno de ellos: “…el movimiento de la Ilustración, del
que España, una vez más, quedó al margen”, apostilla.
En la segunda planta se baja
el señor mayor haciéndonos gestos de que le falta el oxígeno. Mientras nos
recolocamos para dejarle salir, nos dice que dará otro paseo por el
Renacimiento: “Señores, el despertar del progreso está en esta planta. Aquí se vuelve a poner al hombre por delante
de todas las cosas y florecen todas las artes, pero como hay gustos… Buenas
tardes”. Los tres supervivientes, respiramos: solo quedan dos etapas.
Parada en la primera
planta, donde conviven en controvertida armonía, pienso ensimismado, la
literatura Medieval, sus cantares de gesta y los ideales religiosos del
Cristianismo triunfante, con la cultura clásica, griega y latina… Y reducida a
un espacio simbólico queda la literatura Preclásica con sus mitos y leyendas,
sus epopeyas...
Finalizamos nuestro viaje
singular dentro de esta decimonónica nave restaurada al llegar a la planta
baja, donde esperan otros impacientes viajeros deseosos de emprender su viaje
por la literatura y el arte.
En un rincón del amplio
hall de entrada, sobre una placa dorada, se recuerda el año de la
reinauguración de este singular edificio y el alcalde que regentaba la ciudad,
con la siguiente leyenda: “Gracias a
todos aquellos que, con su lucha, han logrado salvar este bello edificio de las
garras de la especulación”.
11.
Alguien escucha su nombre
MI
NOMBRE EN SU VOZ
Anduve toda la noche buscándola porque me habían dicho
que estaba en la feria de aquel pueblo. Me moría de ganas de estar con ella
para decirle cuánto la quería. Después de una eternidad, cuando ya abandonaba
la búsqueda y me dirigía hacia donde se encontraban mis amigos, entre el ruido
de las tómbolas y el pitido de las atracciones, me pareció escuchar, a lo
lejos, que alguien pronunciaba mi nombre. Mi corazón aceleró su marcha, volví
la cabeza, y mis ojos buscaron ávidamente entre la gente que caminaba por la
calle, a la persona que lo había pronunciado. Mientras buscaba, inútilmente,
entre los destellos de las luces multicolores brillando sobre las cabezas de
personas desconocidas, lo volvieron a pronunciar y, ahora, esa voz sonó
cercana, clara y nítida como los amaneceres del verano, enérgica y alegre como
el agua de los arroyos brincando sobre los guijarros:
- ¡Antonio…!
Era ella, estaba seguro.
Cerré los ojos, como agradeciendo al destino que me hubiese encontrado, y volví
la cabeza hacia el frente, por donde venía hacia mí. Tanto me había turbado la
emoción por escuchar mi nombre en su voz que la busqué entre la gente que venía
detrás cuando el sonido venía de frente.
-
Antonio… –repitió más suavemente cuando se
encontraron nuestras miradas- Me han dicho que me estabas buscando…
¡Antonio! Vi cómo mi
nombre salía al viento, dibujado en sus labios, al mismo tiempo que una suave
melodía de sílabas sonaba en mis oídos. La paz, una tensa paz, se apoderó de mi
cuerpo y pensé que la noche que teníamos por delante empezaría a abrir las
puertas del futuro…
Nos fuimos lejos del
bullicio.
El resto de la noche
transcurrió como un suspiro…
12. Frío
INVIERNO
Cuando traspasó el umbral de aquella puerta fue como si su alma se quedase
desnuda, a la intemperie, entre las sombras del invierno. Al fijar la vista en
aquellas frías paredes, desconchadas y polvorientas, un escalofrío recorrió su
cuerpo y no supo reconocer su origen: ¿era por el desangelado ambiente
invernal, instalado entre los anchos muros de adobe de la vieja casa familiar,
ahora abandonada, o era un ataque de nostalgia? El caso es que estaba
destemplado, el cuerpo tenso, como encogido, y se abrochó, de arriba a abajo,
el chaquetón.
Cruzó el arco de la cocina y su
vista se fue hacia el tenue rayo de luz que entraba a través de los cristales
de la ventana y, al abrirla para subir la persiana, sintió el azote del aire
gélido de enero en la cara, y se acordó del sombrero que había dejado olvidado.
En el poyete que da a la calle, el hielo se empezaba a derretir y formaba
surcos de agua entre el polvo que cubría su superficie. Cerró y se frotó las
manos; se detuvo un instante en la chimenea que ayer mantenía caldeada esta
estancia, y que hoy solo es testigo de las sombras que deambulan por el páramo
en el que se ha convertido la casa. Echó de menos el fuego de antaño, que habría
aplacado los escalofríos que, de vez en cuando, sacudían su cuerpo.
Por el largo pasillo se volvió a
frotar las manos, ahora más intensamente (también había olvidado los guantes),
intentando que por el témpano en el que se estaba convirtiendo su cuerpo,
volviese a sentir circular la sangre. Llegó al ventanal desde el que se ve el
patio, donde pervive en la esquina donde nunca da el sol, el pozo de agua
salobre; vio su cubierta de acero salpicada con los restos de la helada
nocturna. Abrió la puerta, se subió todo lo que daba de sí el cuello del
chaquetón y, al pisar sobre las losas cubiertas de escarcha, resbaló y casi cae
al suelo. Desistió de continuar y, tiritando, volvió al clima menos extremo del
pasillo.
Subió la escalera; pasó de largo por
la desangelada primera planta, donde estaban los dormitorios, y se dirigió,
directamente, a la cámara, donde en los días del ayer se secaba la matanza,
donde vivían sus palomas y las gallinas engüeraban primero, y criaban después a
sus polluelos, hasta que podían soportar el invierno en los agrestes
territorios del corral. Por la escalera, sintió cómo un viento punzante, de
origen desconocido, le percutía en la cara, provocando que se le escapase el
moquillo. Se limpió y volvió a meter las manos en los bolsillos. De vez en
cuando sentía un espasmo que intentaba combatir manteniendo tensos los
músculos del cuerpo. Y vio, desde la escalera, entre las desvencijadas vigas de
madera del tejado, un boquete por el que se colaban el viento y la nieve que
fuera empezaba a caer. Se enrolló la bufanda alrededor del cuello, tapándose la
boca, y miró alrededor: solo vio soledad, telarañas, y la nieve que socavaba la
nostalgia y la vieja estructura de su casa desamparada, a la que solo
visitaban, insuflándole un leve soplo de vida, los pajarillos que se colaban
para guarecerse en un rincón bajo la herrumbrosa techumbre. Los contempló, posados
en las cuerdas, hechos un ovillo para mejor conservar el calor de sus
cuerpecillos. Se fue.
Al salir, cerró definitivamente la
puerta del viejo caserón y se fue calle arriba, bajo la nieve que caía sobre su
cabeza y empezaba a enterrar la nostalgia. Se fue, a buscar el calor que le
esperaba en otra casa, en otro lugar, al otro lado de todos los inviernos.
13.1 Testigo de un accidente
EL IMPRUDENTE ACCIDENTADO
Es un domingo de diciembre a primera hora de la
mañana. Me encuentro con unos amigos y me proponen ir a la sierra. Sin llevar
la ropa ni el calzado adecuado, decido irme con ellos. "No te preocupes
que hace buen día, arriba aún no hay nieve y vamos a ir por caminos
transitables. A mí no me gusta hacer el loco, ya sabes", me dice él.
Subimos con el coche hasta la explanada situada ante la entrada de la antigua
ganadería y nos entretenemos un rato sobre las escalinatas cubiertas de musgo
de la vieja ermita. Después iniciamos la ascensión. Ellos van pertrechados de chocolatinas,
zumos, agua, lo suficiente para soportar una caminata de unas cinco horas. Yo
voy con lo puesto. El objetivo es alcanzar la cima de la montaña, disfrutar con
el paisaje y llegar hasta un edificio curioso en medio de la naturaleza: la
vieja plaza o tentadero de reses bravas. Enseguida nos topamos con el bosque
multicolor (el bosque encantado) que se extiende sobre una profunda depresión
por cuyo margen derecho discurre el camino, cada vez más sinuoso. El perrillo
juguetón, color canela, va delante de nosotros, y, a veces, lo perdemos de
vista, aunque siempre vuelve. Cuando desaparece el bosque, se estrecha la
depresión y surge, como por encanto, un arroyo de aguas cristalinas. El sol
pega de plano y las aguas de la sierra –pensamos- aliviarían el calor. Buscamos
algún sendero por el que bajar al agua, pero el perro no espera: se lanza
ladero abajo en busca del agua y desaparece de nuestra vista. Mi amigo le
llama, sin resultado; se inquieta por haberlo perdido de vista y decide bajar a
buscarlo, desatendiendo nuestros reiterados consejos. “Espera que habrá un
camino, que todavía no se ha deshecho el hielo, que vas con una rozadura en los
pies, que es peligroso…” No hace caso. Da un primer salto para plantarse en la
roca y al hacer pie, resbala sobre la superficie helada y cae rodando ladera
abajo. Ella y yo, desde el borde del camino, paralizados, lo vemos rodar y
quedar tendido, sin moverse, varios metros más abajo. Encarna grita su nombre
varias veces, y un ¡socorro! desesperado; quiere lanzarse por el mismo camino,
pero la sujeto fuerte por el brazo e intento tranquilizarla; avanzamos, sin
perderlo de vista, y buscamos una zona menos escarpada para bajar. Al oír los
gritos, acuden en nuestra ayuda varias personas que caminan cerca, e,
inmediatamente, les pido que avisen al 061, que es lo más eficaz. Alguien nos
señala un camino por dónde bajar sin peligro, y corremos hacía él, jadeantes.
Me tranquiliza ver que el terreno está cubierto de hierba y no hay rocas
grandes con las que pueda haberse dado un golpe fatídico. Veo a mi amigo al
final del ladero, tendido, inconsciente, y me viene a la cabeza la primera
regla que nos recuerda mi hermano Carlos: “ante un accidente, si no sabes qué
hacer, no hagas nada”. Llegamos donde está y, el comprobar que no tiene heridas aparentes y
color en la cara, nos tranquilizamos. Ella intentaba reanimarle dándole
golpecitos en la cara, llamándole por su nombre: “Paco, Paco, por favor,
despierta…” Hay que comprobar que respira y le digo que acerque su oreja a la
nariz mientras yo le pongo la mano en el pecho: sube y baja, por lo tanto,
respira. Llega alguien que sabe tomar el pulso: tiene pulso. “Como está en
buena posición, no le vamos a mover hasta que vengan los sanitarios”, dice una
joven con buen criterio. Está vivo, pero sigue inconsciente y, al pasar los
minutos, la preocupación aumenta. Mi amiga le pasa las manos por el rostro y
dice su nombre, y le ruega, suspirando, que despierte. Estamos cuatro personas
alrededor suyo cuando abre los ojos, nos mira, y los vuelve a cerrar un
instante para volverlos a abrir cuando ella rompe a llorar y grita ¡Paco! Es en
ese momento cuando empieza a pasar el susto, el tremendo susto, y a salir toda
la tensión acumulada en el cuerpo, porque, al instante, escuchamos la sirena de
la ambulancia. De detrás de unos matorrales sale el perrillo ladrando y corre
hacia su dueño; éste le mira, hace un gesto de dolor señalándose la pierna que
apoyó en la roca, luego acaricia a su perrillo con los dedos, y, con un hilo de
voz, le dice: “Cabrón, mi pierna…”
13.2
Testigo de un accidente (desde el
punto de vista del accidentado)
EL
IMPRUDENTE ACCIDENTADO II
Amanece un día soleado y decidimos hacer la subida al
Camarate, desde la ermita hasta el tentadero. Preparamos la mochila y nos
ponemos en marcha. En la calle nos encontramos con un viejo conocido al que
animamos a que se venga con nosotros; me dice que no lleva ropa ni calzado
adecuado y le digo que no se preocupe, que hace buen día, arriba
aún no hay nieve y vamos a ir por caminos transitables; él sabe que a mí no me
gusta hacer el loco. Suelto a Rabúo, mi perrillo color canela que siempre me
acompaña, y voy entretenido con él tirándole algo de madera, o piedras, que él,
solícito, busca y me devuelve, mientras mi mujer y mi amigo hablan sin parar.
Voy enfrascado en mis pensamientos: en la rozadura que me están haciendo las
zapatillas nuevas y que me hace dudar si alcanzaré el destino, en el bosque que
ya ha perdido parte de su colorido de hace un mes, en el arroyo… El camino, poco
a poco, se empina, el valle se estrecha
y llegamos a un falso llano desde el que ya se ve el arroyo que baja de la
sierra. Rabúo va con la lengua fuera y se tira por el ladero en busca del agua.
Lo pierdo de vista. Me paro y le llamo varias veces. No aparece. Empiezo a
despotricar y mis acompañantes, como si me leyeran el pensamiento, me dicen que
no se me ocurra ir detrás de él... No tienen ni idea. Veo una roca colocada
estratégicamente, como a un metro y medio del borde del camino. Siguen
advirtiéndome… Ni caso. Doy un salto, tengo un dolor fuerte en el tobillo al
apoyar el pie en la roca, resbalo y caigo rodando. Oigo gritos de varias
personas mezclados con llanto, y la punzada de las piedras en las costillas;
todo da vueltas como una noria, cielo, agua, hierba… Intento con las manos
cubrirme el rostro: no lo consigo, me golpeo con algo la cabeza y una nebulosa
se me instala ante los ojos. Me mareo. No veo nada, no oigo nada… ¿Dónde estoy.
¿Faltará mucho para llegar? No sé qué ha pasado... Voy recuperando la
consciencia, poco a poco, y lo primero que escucho es a alguien que pronuncia
mi nombre y me dice ‘despierta’; me cuesta un mundo abrir los ojos, pero los
abro un segundo y se me vuelven a cerrar. No puedo obedecer, mi voluntad no
existe. Alguien grita mi nombre con fuerza y llora, y el grito hace que luche
por abrir los ojos. Todavía aturdido, creo reconocer a Encarna; es ella quien
llora. Hago un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Veo a varias
personas alrededor de mí y a alguien que desde más lejos grita algo. No
entiendo qué dice. Estoy tendido al final del balate, cerca del arroyo y siento
el cuerpo magullado, y me turba el sonido del agua contra las rocas. Me duele
la cabeza; es un dolor punzante en la frente que me impide abrir los ojos sin
esfuerzo. Debo tener roto el tobillo porque intento mover el pie y el dolor
agudo se me hace insoportable. Quisiera dormir pero no me dejan: “tienes que
mantener los ojos abiertos”, me dice alguien. Encarna -ahora sí la distingo - me habla… Veo a Rabúo
salir ladrando de detrás de unos matorrales y se dirige hacia donde estoy, se
pone a mi lado, me lame la cara; yo, le acaricio el lomo, y le digo algo
mientras pienso en mi pierna, aunque lo que más me preocupa es la cabeza. Me
dicen al oído que me tranquilice, que ya viene la ambulancia, aunque yo solo
oigo el estruendoso sonido del agua sobre los guijarros. Tengo mucho calor y
pido que me echen agua fresca por la cara y alguien lo desaconseja: “Está muy
fría”. “¿Mejor de la botella que llevo en la mochila?, pregunta Encarna. “Sí”,
contesta una mujer que no conozco. Noto un pañuelo húmedo en la cara; me alivia
algo. Ha llegado más gente cerca de mí; distingo a dos sanitarios. Una chica me
dice que despierte y le digo que no estoy dormido, “¡pero abre los ojos!”, me
dice enérgicamente. “¿Cómo te llamas?” Hago un esfuerzo, los abro y le digo mi
nombre: veo a la chica que me habla preguntándome qué me duele; le digo que la
pierna - el tobillo - y la cabeza. Me dice que no me mueva, hace algunas
comprobaciones sobre distintas partes de mi cuerpo, y le dice al compañero que
hay que bajar la camilla y, dirigiéndose a los demás, que no me toque nadie.
Entretanto, me advierte que me va a poner un sedante y que notaré un leve
pinchazo. Noto como una picadura de abeja mientras alguien dice que me llevan
al hospital. Siento que me duermo…
14. Alguien ve niños jugando
ABUELOS EN TIEMPOS DE CRISIS
Cada tarde la misma rutina: recojo
al niño del colegio y vamos al parque. Nos sentamos en un banco, merienda y
se va a jugar con los amigos que, impacientes, ya le reclaman.
Siempre empiezan por el tobogán, suben y se tiran veinte
veces, y cuando se cansan, a los columpios, a hacerle
la vida imposible a los que están montados para que les
dejen: "chicos, hay que compartir", reclaman. Consiguen el
objetivo: "primero yo subo y tú empujas y luego tú subes
¿vale?" Pablo lleva la voz cantante, su amigo obedece. Se
baja corriendo del columpio y en vez de empujar, como había
dicho, decide ir a balancearse al pato de madera, y le
deja boquiabierto. Este Pablo es un poco mandón, en eso no puede
negar que es hijo de su madre; era igual, siempre dando
órdenes aunque no le gustaba nada recibirlas. Una vez
probados todos los aparatos organizan un gol regañao sobre
la arena del recinto vallado. "Me pido portero." Varias
cazadoras hacen de poste, y él se coloca en el centro, con las
manos sobre las rodillas. Desde siempre, casi todos los juegos acaban
con un balón… Recuerdo que yo quise ser delantero pero
era un tuercebotas; él, más listo, portero, el que menos
corre y ve venir al enemigo de frente...
En fin... Veo su
actividad frenética y pienso en la pausa que se pone en la vida de las personas
cuando llega la jubilación... Me quedo absorto mirándolos. Abro el libro que
llevo en el bolso y, leo un rato, hasta que viene Pablo lloriqueando:
"abuelo me han dado un balonazo en la cara, y me duele." Saco la
botella de agua y le echo una poca en el lugar que señala: "agua bendita,
como a los futbolistas...", le digo. "Es verdad, es
mágica, ya no me duele". Y vuelve corriendo a la arena a encararse
con el que disparó: "Ha dicho mi abuelo que no tires tan
fuerte". "Claro, entonces no meto gol...", le replica.
Mientras escucho
a las madres protestar por los pelotazos y los gritos de ellos
sin hacer caso a la protesta, pienso en que temía que llegase la hora
de la jubilación; por eso, cuando llegó, me planteé una rutina para
mantenerme activo, pero ahora disponiendo de ocho horas diarias más. Luego
surgió que me tenía que ocupar de Pablo, y así transcurren mis días…
Viene otro
abuelo con el nieto, muy desmejorado: la quimio le está sentando fatal; le
saludo, me pregunta cuándo me operan... No quiero ni acordarme. Hablamos
de esta crisis que ha hecho de los abuelos cuidadores de los nietos, porque no
hemos sido capaces de crear un sistema en el que se pueda conciliar vida
laboral y familiar. "Todo sea por los hijos...", me dice.
Se va la tarde.
Llamo a Pablo, que ya suda como un pollo, a pesar de que corre poco.
Debemos volver a casa. "¡Déjame un rato más!", protesta.
Nunca se harta. Por el camino, de la mano, me cuenta sus
disputas diarias con la profe, con los compañeros. Me encanta escucharle porque
nada hay como la inocencia de los niños: "¿quién les dirá cuando
crezcan que los hombres no son niños?", que decía aquella
canción...
15. Un
espacio
UN HOGAR
Le invitó a tomar la última copa en
su apartamento. Cuando entraron, crujió la tarima del
piso, que resaltaba sobre los tonos claros de paredes y mobiliario. Ella
dijo: “Este es mi hogar, el lugar donde viven mis libros”.
Dejó las llaves en un cajón del aparador, a la derecha, y los ojos del
visitante se toparon, de frente, con un amplio ventanal a la
calle, con un store color crema a medio levantar, que dejaba pasar
la luz de la tarde. Dejaron los abrigos en un perchero antiguo
de madera, a la izquierda, adosado a la pared, del que ya colgaba un
fular y una bufanda de lana gorda.
Era
un apartamento estilo americano, con entrada
directa al salón; a la izquierda, dos puertas blancas
comunicaban con la cocina -con un mostrador, jarrón con flores secas
y frutero en cada flanco- y con el dormitorio. En las paredes,
pocos cuadros: uno con máscaras venecianas, otro con una foto en
tonos blancos y grises de Lennon al piano, y uno, original, que pretendía ser
cubista, de Dylan. Varias máscaras en tonos oscuros salpicaban
la pared, poniendo, desde la distancia, el contrapunto de color.
La única pared
sin aberturas la ocupaba una gran estantería irregular, de pared
a pared, también lacada en blanco, con un equipo de música en el
centro y dos bafles en cada extremo, con libros y discos de vinilo,
y archivadores en los estantes bajos, todo perfectamente
alineado, y, buscando atenuar la sensación de orden, se podían ver fotografías,
figuras y objetos recopilados en los viajes, un juego de
elefantes en ébano, colocados de mayor a
menor y de espaldas a la puerta; los cedés, aparte, en un mueble con
estantes de cristal, que formaba una ele a la derecha de la estantería, y una
mesita redonda, con faldones verdes y una maceta con flores de interior,
además de algún libro.
No había
televisión.
A la izquierda,
formando otra ele con la estantería y junto al ventanal, una
mesa escritorio, de madera negra, con un cristal opaco y un reposapiés en
el suelo, y, sobre ella, el ordenador portátil, una
impresora y una lámpara de mesa, y varios libros; en la pared, una
litografía.
En otro espacio,
delimitado por una jarapa, entre el ventanal y el mostrador de la cocina,
una mesa redonda de cristal -mantel bordado, jarrón de cerámica con flores
frescas, marcos con fotos, y algún libro- flanqueada por cuatro sillas.
Se sentaron en el
amplio sofá, situado en el centro de la estancia, en un espacio que delimitaba
una gran alfombra, puso dos posavasos y vasos anchos con hielo sobre la mesa de
cristal, donde también había un grueso volumen abierto. En la balda inferior,
además de algún libro, ejemplares de revistas sobre historia y arqueología, y
boletines de Ong’s, cubrían toda la superficie. Desde el sofá se podía
distinguir el perfecto orden en el que estaban colocados los libros y los
discos: por temática y orden alfabético de autores.
Mientras servía las copas,
él le dijo que le había extrañado, dentro de tanto orden, ver algunos libros
fuera de la estantería. Ella respondió que le gustaba dejar fuera de su sitio,
y durante un tiempo, los libros que había leído y le habían gustado para que no
se le olvidase prestárselos a los amigos cuando la visitasen, porque una de las
cosas buenas de los libros es poder compartirlos.
16.1
Miedo
EL
ROBO
Nos habíamos acostado tarde y a mí
me costaba conciliar el sueño. Cuando estaba entrando en el sopor previo,
cuando se relaja el cuerpo y se dispone para el descanso, escuché pasos en la
planta baja. Me incorporé en la cama. Agucé el oído y no volví a escuchar nada.
Habrá sido el vecino, pensé… Me dispuse otra vez para el sueño, pero,
transcurridos unos minutos escuché claramente que alguien abría cajones, al
mismo tiempo que creí escuchar abrir la puerta del garaje que,
aposta, mantenía desengrasada para que delatase a quien entrara. Eran
varios. ¡El teléfono!, pensé, pero lo deseché porque lo dejaba alejado de
la mesita. No me atreví a levantarme por si el ruido me delataba. A la
mente acudía un fogonazo tras otro, sin lógica alguna, hasta el punto de que no
caí en la cuenta de que en la mesita tenía el teléfono fijo a mi
alcance. Me invadió un sudor frío mientras un torbellino de ideas sacudía
mi mente: ¿salía a la terraza y pedía socorro?, ¿encendía la luz y gritaba
para ver si los ladrones emprendían la huida?, y si subían, ¿les hacía
frente…? Me mantuve tumbado quieto, mejor diría paralizado, conteniendo
todo lo que podía la respiración porque irían armados y no dudarían en
utilizar sus armas si se sentían descubiertos. Una nebulosa se instaló en
mi mente y cegó las salidas. No sabía qué hacer. Pensar que nos descubrirían
tarde o temprano me producía un malestar general: la sangre me subía a la
cabeza y el sudor frío se transformó en una llamarada; me entraron
ganas de orinar, pero me contuve. Estaba encogido, los brazos
cruzados sobre mi pecho, como protegiéndome del destino que inevitablemente me
esperaba, y me temblaba todo el cuerpo. En un acto reflejo, toqué en el
hombro a mi mujer repetidas veces, nervioso. ¿Qué pasa?, me preguntó.
¡Calla!, dije. Le tapé la boca y le susurré al oído que había gente abajo, el
corazón a mil…
Los intrusos
habrían escuchado nuestras palabras porque ahora subían, sigilosamente, por la
escalera… Aun paralizado, la angustia ante lo inminente, hizo que me
tirase de la cama y abriera la puerta de la terraza que da a la calle.
Salí y grité un ¡SOCORRO! desesperado que rompió el silencio de
la noche. Ella me siguió…
Desde la terraza
vimos cómo dos tipos salían corriendo de nuestra casa, por la
puerta principal, que abrieron sin esfuerzo porque yo tenía la mala
costumbre de no dar varias vueltas a la llave y cerrar solo con el
resbalón…
16.2 Miedo
CARTA PARA
UNA MADRE
Como todos los segundos jueves de cada mes, la madre madrugó para acercarse
hasta la prisión de la capital a visitar a su joven hijo encarcelado. La guerra
había terminado hacía dos meses y él estaba, como todos sus compañeros,
pendiente de un Consejo de guerra que, con un poco de suerte, le condenaría a
treinta años de cárcel. La vida de ella, desde que se lo llevaron, se tiñó de
tinieblas. Cada paso era un sobresalto esperando el momento que no quería ni
imaginar.
Iba andando hasta la capital y
siempre le llevaba, en un hatillo, algo de comida. Cada día, por el camino, le
temblaban las piernas y la mente era un torbellino, un continuo ir y venir de
una situación mala a otra peor y de ésta a otra pésima, y todas terminaban con
su hijo ante un pelotón de fusilamiento. Y rememora, de forma atolondrada, el
tiempo que estuvo escondido en la casa desde que escapó del frente; el huracán
que se desataba en su cuerpo cada vez que alguien llamaba a la puerta o se
escuchaban pasos por la calle a horas intempestivas. Hasta el silencio
absoluto, que ella suponía presagio del desastre, martilleaba sus sienes.
Rehuía a la gente porque cada vecino podía ser quien delatara al hijo; era
consciente de que se había vuelto una persona huraña, desconfiada y quizás todo
eso, que lo llevaba dibujado en la extrema palidez de su cara, en la ira
dibujada en sus ojos llorosos, fue lo que delató al hijo.
A veces, el vendaval de situaciones
provocaba un tremendo cansancio y volvía el silencio: solo deseaba no imaginar
el día en que alguien lo destrozase con un mazazo definitivo. Ya nada estaba en
su mano, pero pensar que por ella le delataron la sumía en un estado cercano a
la locura.
Iba a paso ligero, ansiosa por
llegar; la respiración agitada, un nudo en el estómago. Quería estar ya
ante la puerta de la prisión, cruzar el pasillo y llegar a la sala con rejas, a
través de las cuales le vería, le tocaría las manos, la cara, y olvidaría todo
por un instante. Intentaba contraponer a los malos augurios, argumentos que
podrían valer para una madre, pero que de poco servirían ante un tribunal
militar: "solo era un niño, ya me han matado a los dos mayores y al
marido, le reclutaron a la fuerza, tuvo que ir porque vivíamos en zona..."
Como cada día, el nudo, el ahogo, el temblor, solo se atenuaban cuando estaba
ante él.
Aquel jueves de
junio, la madre entregó, como cada mes, su documentación en la puerta de la
cárcel. Le dijeron que tenía que esperar... Tenía que esperar. Un frío gélido,
un temblor descontrolado recorrió su cuerpo mientras un manantial de lágrimas
intentaba brotar de unos ojos que querían salirse de sus órbitas. Con el rostro
desencajado, gritó al cielo, y su grito desgarrador sonó como un lamento que
oscureció la mañana: ¡¿Por qué...?! Un dolor profundo derrumbó a aquella mujer
que iba a añadir una cicatriz más en el corazón. ¿Por qué...? Ella conocía el
significado de aquel siniestro "tiene usted que esperar".
Aquella mañana
eran seis las mujeres que esperaban en la puerta a que hubiesen accedido al
interior el resto. Salió un guardia civil y dijo su nombre en voz alta, mirando
hacia el grupo de mujeres. Ella se rehízo por un instante, se secó las lágrimas
y obedeció las indicaciones. Pasó a una fría sala donde alguien de paisano le
dijo que su hijo había sido fusilado al amanecer. Sin más preámbulos. Le alargó
un hatillo con sus pertenencias, y le ordenó que abandonara la sala. Ella se
fue sin una lágrima, despacio, la cabeza agachada, apretando los
dientes, los músculos de la cara tensos y abrazando el hatillo sobre
su pecho.
Emprendió la
vuelta a casa, a la soledad, al silencio absoluto. Ahora, todas las malas
sensaciones que la agobiaban durante el viaje de ida, se habían
transformado de golpe en una noche sin salida. Por el
camino deshizo el hatillo y, entre otras cosas, encontró un
papel escrito por su hijo. Llegó al pueblo y buscó a alguien que pudiera
leérselo. Una mujer, compañera en la desdicha, desplegó la carta, escrita por
el chico con letra temblorosa, frases inconexas y algunas
palabras ilegibles, como si sobre ellas hubiesen caído lágrimas.
Leyó: “Madre: ¡No quiero que me maten! No he
hecho nada, tú lo sabes. Me juzgaron y me condenaron a muerte,
sin poder apelar siquiera. No quiero morir. No he hecho nada. ¿Qué va a
ser de ti sola? Anoche me comunicaron… ¡Me van a fusilar! No
quiero ni imaginar el amanecer. No puedo dormir. Cada ruido que oigo pienso
que ya vienen… Cuídate madre. No soy ningún valiente, ¡qué
sé yo de rebelión! Dicen que me matan por rebelión. Perdona mis lágrimas,
mi poca valentía. Tú sabes que yo no quería ir a la guerra porque me daba
miedo morir. Ahora me esperan para matarme. Soy un cobarde. No
quisiera llorar, pero no soy ningún valiente. Ojalá fuese todo un
sueño. Madre, amanece…Oigo pasos. Están abriendo la celda de mis compañeros. ¡Me
van a matar, madre querida…!”
Volvió a doblar la carta, se la dio a la
madre... Las dos mujeres se abrazaron, y lloraron juntas, en silencio, como dos
hermanas unidas en la desgracia que había traído aquel tiempo maldito.
17.
Ejercicio conjunto - EL HOMBRE DE LOS PALILLOS
(El ejercicio consiste en crear entre todo el grupo,
una escena y que el protagonista termine con la siguiente frase: Y ÉL
MURMURÓ, CON UNA SONRISA: “ESTOY DESESPERADO”
El hombre volvió a romper otro
palillo.
El local estaba casi vacío a esa hora. El camarero, aburrido, observaba de cuando en cuando
la única mesa ocupada. Al cabo de unos minutos encendió la radio y empezó a sonar un viejo bolero. El hombre que
rompía los palillos levantó la cabeza. Había caído la noche y una lluvia tupida
(intensa) golpeaba en la cristalera
junto a ellos.
-
¿Por qué no me lo has dicho antes? -
dijo su compañero con un cálido gesto de reproche.
El hombre cogió otro palillo y lo
partió con cuidado. Su compañero volvió a llenar las copas. Entretanto el
camarero había empezado a retirar y a apilar las sillas. Apagó
las luces, dejando solo la fila en la que se encontraban los dos amigos.
Nuestro hombre retiró el palillero, lo colocó junto al
servilletero en el centro de la mesa, y, sin levantar la vista, se llevó el
vaso a los labios, dio un largo trago y cerró los ojos mientras el líquido
avanzaba por su garganta. Después miró
fijamente a los ojos a su amigo, que observaba con preocupación su gesto
grave y esperaba una respuesta. Finalmente, dibujando una mueca de desdén en
los labios, dijo:
-
Es difícil admitir una derrota.
El amigo estiró los brazos y le puso las manos sobre
los hombros, apretó, agitando su cuerpo, como diciendo ¡despierta!:
-
Sabes que puedes contar conmigo. Además,
la vida no se acaba en una mujer y a estas alturas de la vida deberías tenerlo
claro – remachó.
-
Sí - dijo bajando de nuevo la vista,
pesaroso -, pero esta vez ha sido diferente, han sido muchos años, la huella
profunda y la herida más dolorosa… No sé qué hacer ni para dónde tirar…
En la calle arreciaba la lluvia, y la cortina de agua
que formaba difuminaba la luz de las farolas. El camarero se acercó para
decirles que era hora de cerrar; los amigos le miraron y asintieron con la
cabeza; se dirigió al cuadro de luces y apagó la fila que faltaba, después de
la cual solo quedaron las luces rojas de emergencia.
En la mesa, los dos se volvieron a mirar y apuraron
sus copas. El amigo echó para atrás su silla y, mientras se incorporaba, le
dijo con gesto enérgico: ¡levántate!, y él murmuró, con una
sonrisa: “estoy desesperado”.
18. 1. Un equívoco
ORDEN ALFABÉTICO
Carlos había ido con un
compañero a la ciudad en la que vivía su antigua
novia, Ana Aranda. La reunión de trabajo terminó tarde; aun
así, después de la cena, los dos se tomaron una copa en un pub
cercano al hotel. Dos hombres casados, solos, no se toman una sola copa cuando
el ambiente es agradable… Pero él pensaba en Ana.
- Me tengo
que ir, quedé en llamar a Ana…
- ¿Me vas a
dejar solo? – preguntó el amigo.
Le dejó
solo con las dos chicas con las que conversaban porque tenía que
llamar a Ana. Y no esperó a llegar al hotel; desde la puerta del pub
buscó, con ansiedad, en los contactos. “Aquí está… Ana…” - se
dijo, apretó el icono verde del teléfono y se fue andando.
Al otro lado del
hilo telefónico, le contesta una voz soñolienta:
- ¿Sí…?
- ¿Ana?
- Hola mi
amor, ¿qué tal?
- Qué bien,
me has conocido.
- Claro que
te he conocido… ¿Cómo no te voy a conocer, mi vida?
- Hace tanto
tiempo que no hablamos…
- Cómo me
gusta que se te haga eterno el tiempo que pasas sin hablar conmigo.
- Se me hace
eterno, tú no lo sabes muy bien…
- A mí
también…
- Cariño,
estoy en tu ciudad y hace tanto que no nos vemos...
- Estoy en
tu ciudad… Hace tanto que no nos vemos...
- … Y
me muero por verte. – no la dejó terminar y terminó él
su frase.
- Yo también
me muero por verte. ¿Y qué quieres que haga, mi amor? - dijo
bajando el tono de voz.
- Qué vengas
al hotel o, si prefieres, voy yo a tu casa.
- Podrías
venir tú a mi casa, mi marido está de viaje.
- Ah,
pero ¿te casaste?
- Si, hace
cinco años…
- ¿Cinco
años…? O sea, que la última vez que nos vimos… ¿Y quién es el afortunado?
- Pues… -
hizo una pausa - un gran hijo de puta que me está
poniendo los cuernos y no me importará ponérselos yo también.
- ¡No
es posible! Hace falta ser tonto para hacerle eso a una chica
como tú – dijo él en tono cariñoso.
- Como te lo
digo, chico… - reafirmó ella bajando la voz.
- Cinco
años… ¿Cómo no me has dicho nada antes?
- Porque hasta
ahora no te habías equivocado de teléfono y no me habías dado la oportunidad de
decirte lo mal nacido que eres... – le espetó sin darle tregua
y colgó el teléfono.
La sacudida le
hizo despertar del sopor que le habían producido las demasiadas
copas. Comprobó el número al que había llamado: era el móvil de Ana Andrés,
su esposa, no el de Ana Aranda, su amante. El orden alfabético
le había jugado una mala pasada...
18. 2. Un equívoco
PEDRO Y PABLO
Los dos viejos amigos cumplieron con su ritual secreto de cada jueves:
quedaban por la tarde en su bar preferido, incluso desde antes de dedicarse a
la política, y hablaban de sus cosas. Pidieron un par de jarras de cervezas en
la barra, y, una vez servidas, se sentaron: Pablo, frente al televisor, Pedro,
de espaldas. Pablo miraba las Noticias y pensaba en el actual callejón sin
salida; Pedro, más triste que de costumbre, el rostro sombrío, daba un trago a
su cerveza...
- Joder, chico, no sabes cómo lamento la situación – dijo Pablo mirando
hacia los titulares que avanzaba la presentadora.
- Más lo lamento yo, pero no veo solución – contestó Pedro, ensimismado,
mientras posaba la jarra en la mesa.
- Hombre, solución hay – ahora le
miraba de frente - pero tengo la sensación de que no se quiere buscar.
- Puede ser, pero estamos
atrincherados en una postura y no cedemos, y así es imposible…
-Algo habrá que hacer porque la
situación no puede prolongarse indefinidamente. No hay quien lo resista.
- Claro que no; la decisión está tomada, eso sí, después de tener que dar
un puñetazo en la mesa.
- Es lo que tendrías que haber hecho hace mucho tiempo, así no habríamos
llegado hasta aquí.
-Ya, pero te asusta romper y enfrentarte
al abismo.
- Pero no puedes vivir toda la vida
condicionado por el pasado. Sembrasteis ilusión y la cosecha fue fructífera,
aun con sus altibajos, pero llega un momento que se acaba y, o rompes, o te
quedas anquilosado, y entonces sí que estás muerto… Hay que dar un paso
adelante, y ya; el tiempo te come.
- En eso
tienes toda la razón… La decisión está madura y ya hemos pensado en ponerlo
todo en manos de abogados…
Pablo le interrumpió:
- ¿En manos de abogados? No fastidies: os la cogéis con papel de fumar.
Ejerce el poder que te ha dado la militancia y no hagas caso a lo que digan los
dinosaurios egoístas. Están pasados de rosca y viven en su burbuja. ¿No os dais
cuenta?
- ¡Joooder! Espera, espera… – dijo ahora Pedro, echándose para atrás en la
silla y llevándose las manos, entrelazadas, a la nuca –. Me estás hablando de la situación del país,
de mi partido y de nuestros pactos y yo te hablo de mi crisis matrimonial – y
se echó a reír a mandíbula batiente por primera vez durante la tarde.
- ¡No me fastidies…! Ja, ja, ja… En
fin, chico, lo siento, pero lo que te he dicho pensando en pactar, también vale
para divorciarse…
Eso sí, dejaron claro que su
posibilidad de entendimiento era baja, por no decir nula.
19. Una
evasiva
EL MARINERO
Rigoberta de los Ángeles se había
puesto sus mejores galas para recibir a su hombre, que regresaba a la ciudad
tras una larga temporada en el mar Índico a bordo de un barco atunero.
Para ella, nada había que más deseara que Romualdo Evaristo –que
así se llamaba el interfecto- accediera, por fin, a echarse las bendiciones o,
al menos, a regularizar civilmente en la municipalidad su situación
de pareja, después de diez años de relaciones y seis hijos. Estaba preocupada
porque, aunque era buen hombre y nunca la había dejado en la estacada, escuchaba
día tras día la relación de vicios que acumulan los marineros: borrachos,
pendencieros, jugadores, mujeriegos... "Hombre hecho a la mar, difícil es
de atar", le decían las viejas del lugar, y ella pensaba para sí que en
una de esas largas travesías se quedaría anclado en otro puerto y no le
volvería a ver el pelo. Sí algo le sucediera y estuviesen casados, al
menos, se aseguraría una pensión con la que sobrevivir, pensaba para sí
cada día.
Ella y sus seis
hijos esperaron pacientemente en una sala a que acabaran las labores de
amarre del barco y desembarque de la pesca en la dársena del
puerto pesquero. Pensaba que al ver la linda familia que habían
formado, no podría sustraerse a su demanda de casamiento. Cuando
Rigoberta de los Ángeles divisó en lontananza a Romualdo Evaristo
dirigirse, a pasitos cortos como correspondía a su estatura, hacia donde
estaban, juntó a toda la descendencia, y, con los brazos extendidos y
moviéndolos hacia adelante como si ahuyentara gallinas, los conminó
para que fuesen a recibir a su papito. Salieron corriendo a su
encuentro y el más pequeño, moqueando, se echó a llorar porque se
quedó rezagado e iba a llegar el último. El padre abrió los brazos para
recibirles; todos menos el pequeño se le abalanzaron a la
vez, les hizo una carantoña que consistió en revolverles el pelo
y los apartó para acudir al más pequeño:
- ¿Qué le
hicieron a mi pequeño? -preguntó mientras lo cogía en brazos y le besaba la
frente.
Los demás le
rodeaban, tocándole, metiéndole las manos en los bolsillos,
buscando las golosinas que siempre les traía cuando
regresaba.
- Estense
quietos... Esta vez no les traje nada.
- Eso nos dijo la
última vez y luego sí nos trajo paloduz -contestó el tercero.
-
Padre, -habló con gesto serio el mayor- nuestra madre le
está esperando. Se ha puesto muy guapa pa’ usté.
- Si no me dejan
andar no llegaremos nunca; venga, suéltenme la pierna -y dio un manotazo con la
mano libre, como si se sacudiera moscas.
Cuando llegó
donde estaba su dama, abrió mucho los ojos, como extrañado por su belleza,
soltó al niño que traía en brazos y los extendió para abrazar a su Rigoberta de
los Ángeles. La abrazó y la besó por toda la cara hasta llegar a los
labios...
- Párese quieto,
mi amor, que tiempo habrá -le dijo señalando a los niños que les habían tomado
la delantera y que, de vez en cuando, volvían la cabeza.
Él le echó el
brazo por los hombros y le dijo que estaba muy linda, a lo que ella,
sin más preámbulos, le disparó a quemarropa:
- Ya hablé con
don Secundino Maximiliano Osteolaza, el nuevo cura, para que nos
eche las bendiciones...
- Secundino
Maximiliano Osteolaza... ¿Este es el hermano de aquel
otro cura Osteolaza... Críspulo Arístides, que le mandaron
a Roma porque preñó a la hija del doctor en Leyes, don Everaldo
Vásquez? –preguntó abriendo mucho los ojos, extrañado, como si no le
gustase mucho el asunto.
- Ese mismo,
mi amor... Pero, nada que ver con el hermano.
- ¿Y qué cuenta
del hermano?
- ¿Tú crees que
yo voy a verle para preguntarle por el hermano? Yo fui para concretar la
fecha... -le respondió ella un tanto enojada.
No la dejó
terminar:
- ¿Y con quién
fuiste a verle...? Porque estos Osteolaza, mucha misa y mucha castidad pero se
cepillan a toda la que se ponga por delante...
- Mírenle...
-respondió ella colocándose delante de él con los brazos en jarras- Si se
me va a poner celoso el gallito que a saber a cuántas habrá picoteado la
cresta por esos mares del Señor...
- Pero no me
dices con quien fuiste a verle. ¿No irías sola?
- No, amorcito,
-dijo ella, poniendo ahora el tono de voz melosa de quien quiere conseguir
algo- fui con tu hermanita, Adelaida de los Dolores, ella
te podrá decir. Quédate tranquilo. El domingo 23, San
Nepomuceno, nos casamos.
- Estoy muy
tranquilo, solo quiero llegar a casa, darme un baño y que mi sirena me
enjabone la espalda -y acercó, cariñoso, los labios a los de su
amada, robándole un beso.
- Tu hermana se
ofreció para, después del casorio, quedarse a cargo de los niños para que nos
vayamos unos días solos, en viaje de novios.
Mientras el
pretendido procesaba lo que acababa de escuchar, habían llegado a la altura de
la cantina de su viejo amigo, y el futuro esposo gritó como si fuese la primera
vez que la veía:
- ¡La Cantina de
Neftalí de los Reyes! ¡Cómo la echo de menos allá en alta
mar! Tomemos una cerveza para celebrarlo...
- Me parece muy
bien -dijo ella, emocionada.
Entraron todos,
saludaron efusivamente a Neftalí de los Reyes que estaba limpiando una
mesa, le pidió cerveza y lo que quisieran los niños y le dijo que se sirviera
él otra para brindar. Cuando estuvo de vuelta con la bandeja repleta
de refrescos y las tres jarras de cerveza, las levantaron y
brindaron:
- ¡Por el
regreso! -gritó eufórico Romualdo Evaristo.
- Por nuestra
boda -respondió Rigoberta de los Ángeles.
Neftalí de los
Reyes puso cara de sorpresa, frunció el ceño y, dirigiéndose a su amigo
preguntó:
- ¿No te irá a
casar un Osteolaza? ¿Sabes que ha vuelto?
-
¿Quién dices que se va a casar?, - preguntó a su vez él, poniendo
cara de extrañeza, brindando de nuevo con su amigo y gritando al unísono:
- ¡Viva la
amistad! -y se echaron a reír a carcajadas.
Ella no
brindó la segunda vez, se cruzó de brazos y los miraba, riéndose
también, mientras le venía a la cabeza el viejo refrán: "Hombre
hecho a la mar, difícil es de atar".
20.
Compañeros de viaje
EL
VIAJE
- No
corras tanto, tío, y al menos abre la ventanilla, que nos asfixiamos aquí
detrás.
-
¿Tú crees que con este trasto se puede
correr?
-
¡Cómo nos habéis engañado…! ¿Vais a gusto
los dos ahí, eh?
-
Hombre, si te parece conduzco desde atrás…
-
No lo digo por ti, al fin y al cabo eres
el dueño, pero Santi… ¡Qué morro! Se duerme y, además, ronca, el muy…
-
No protestes, joder -dijo el que tenía al
lado, al mismo tiempo que daba un codazo, que el nulo impulso casi convirtió en
caricia-. Nosotros estamos igual que tú, y no nos quejamos tanto. Lo hemos
echado a suertes, ¿no…? ¡Pues a callar, qué coño!
El conductor abrió la
ventanilla, una ráfaga de aire fresco penetró hasta el cubículo de atrás y se
coló entre los cuerpos de Adrián, Pepe, Nico y Robert, que se removieron en el
asiento aliviando en parte el calor que producían los cuerpos pegados unos a
otros; esbozaron una sonrisa de satisfacción e hizo olvidar, por un momento, el
malhumor. Los cabellos se alborotaron y el más grueso estiró el cuello tratando
de acaparar la mayor cantidad de aire posible. Alguno consiguió dormir.
Gerard miraba por el
retrovisor y veía un paisaje conmovedor: una cabeza apoyada en la mano
extendida sobre el cristal de la ventanilla, y el resto sobre el hombro del
respectivo compañero de la derecha; encogidos los hombros y los brazos
recogidos en el regazo de cada uno con las manos sobre las piernas juntas y en
posición de estar orando.
Todos dormían, excepto
Gerard, que de vez en cuando estiraba el brazo izquierdo, lo sacaba por la
ventanilla al aire de la noche y el aire lo empujaba hacia atrás; con el otro,
le dio un coscorrón a Tony, que roncaba, y éste le soltó un improperio al ver
interrumpido su plácido sueño, aunque aprovechó para encender un cigarrillo.
-
¡No fumes, jodido, o abre la ventanilla
que nos vamos a asfixiar! – protestó Pepe desde el asiento trasero, despertado
por el humo de las primeras caladas que, aposta, el fumador echaba para atrás.
-
¿No puedes esperar a que nos bajemos para
fumar?
-
Seguid durmiendo y callad –decía,
regodeándose en su suerte el fumador y estirándose hasta dar con el codo a su
compañero, que, tratando de esquivarlo, y por inercia, dio un volantazo y casi
se salen de la carretera.
Se despertaron todos y
empezó una agria discusión, unos recostados en el asiento, otros, con el culo
en el borde, lo que aprovechaban los demás para ganar espacio, y tratando de
que el desconsiderado amigo apagase el cigarro y fuese solidario con los que
casi no podían respirar.
Cuando pararon para
repostar todos salieron a estirar los pies y a recomponer la figura maltrecha,
menos el que iba delante que ni se bajó para que sus compañeros pudiesen bajar
por su lado e intentaba coger otra vez el sueño. El conductor no se dio cuenta
de que estaba la guardia civil hasta que un número de la Benemérita se acercó
para pedirle la documentación del coche al ver salir a tanta gente de la parte
de atrás del 600.
21. Alguien
escucha una conversación a través de una pared
A TRAVÉS DE
LA PARED
Bien entrada la tarde llegué a la pensión y, después de asearme, me dispuse
para redactar el informe sobre la conferencia a la que asistí por la mañana.
Desde el otro lado de la pared, que debía ser de papel, me llegó un grito en
forma de ¡NO! desesperado, seguido del llanto de una chica, que imaginé
adolescente:
- ¡Mamá, no me quiero morir! -
dijo la misma voz temblorosa.
Agucé el oído al escuchar aquellas trágicas palabras y aparté el portátil a
un lado.
- No, hija mía, no te vas a morir -
contestó otra voz cálida, que intentaba calmar la desesperación de la más joven
-. Hemos venido a Madrid porque aquí está el mejor especialista...
- Ya, pero si mi enfermedad no fuese
grave me habrían curado en nuestra ciudad...
- Hemos venido a Madrid para tener
una segunda opinión; para que este especialista corrobore el diagnóstico y el
tratamiento, solo para asegurarnos, hija mía -dijo la madre con voz firme que
fue pausando hasta hacerse casi un susurro.
La chica seguía llorando y la voz adulta le advirtió de que si seguía así
iba a conseguir que llorase ella también y entonces se ahogarían en un mar de
lágrimas... La chica se sonó la nariz.
- Cálmate, hija mía, confía en mamá.
Todo va a salir bien...
Se hizo el silencio e intenté
proseguir con mi informe, pero no podía. “Pobre chica”, pensé, y me pregunté
cuál sería la grave enfermedad que la aquejaba.
Al cabo de un rato, durante el cual
solo se escuchaban suspiros, como residuos de un llanto amargo, la madre, la
voz natural de quién quiere aparentar normalidad, cambió de tema:
- ¿Te ha gustado el Museo Sorolla? -
preguntó.
- Sí, es muy acogedor... - dijo la
niña como con desgana.
- ¿Y qué cuadro es el que más te ha
gustado?
- Es difícil... Quizás el de la
madre con el hijo en la cama blanca -respondió.
- En la tienda estaba la litografía,
¿te gustaría que la comprásemos?
- No, ya me has llevado, es
suficiente... Bastantes gastos tenéis conmigo...
- No digas tonterías...
Después de una pausa, continuó
la chica:
- Además, ¿has visto el precio de
las litografías?
- Es igual, por ti daría mi vida, si
fuese necesario. –respondió la madre ahogándosele la última palabra en el nudo
que se le hizo en la garganta.
- ¡No me quiero morir, mamá! - volvió
a repetir sollozando.
Las palabras de consuelo de la madre
surtieron efecto y pareció que se calmaba.
Había caído la noche. Las imaginé
dormidas, abrazadas, la madre tragándose su amargura, y un escalofrío recorrió
mi cuerpo al pensar en el vuelco que daría mi vida si alguno de mis hijos
tuviese una grave enfermedad. Qué afortunado soy, pensé…
Retomé el ordenador y en Internet
comprobé el precio de la litografía que tanto le gustaba, “MADRE”, lo tituló el
pintor. ¡Qué barbaridad!, me dije. Al día siguiente, me acerqué al museo antes
de regresar a mi ciudad, compré la copia y volví a la pensión para dejar en
recepción el cuadro, enrollado, para la chica de la habitación contigua, con
una nota en la que le deseaba toda la suerte del mundo y toda la fuerza
necesaria para seguir luchando por la vida.
22. Misterio
LOS INTRUSOS
Cada noche, en la
habitación del piso vacío, frente a la suya, escuchaba ruido.
Comenzaba cuando se suponía que todo el mundo estaba dormido e iba en aumento
hasta hacerse insoportable. Cada noche, Juan se levantaba soliviantado,
encendía la luz y miraba por su ventana y, a través de las ranuras de
la persiana del piso de enfrente, veía una tenue luz
que apagaban cuando él apagaba la suya; entonces también cesaba el ruido.
Puso el hecho en
conocimiento del portero de la finca que hizo las consiguientes
averiguaciones con los dueños del piso. A pesar de decirle al
portero que no había inquilinos y que nadie más que ellos tenían llave, se
pasarían por allí por si alguien sin su consentimiento lo había
ocupado. Así hicieron. Llamaron a Juan por si quería pasar con ellos, pero
dijo que no, esperaría en la puerta. Juan esperó, intranquilo, moviéndose
inquieto mientras duró la inspección. No encontraron nada sospechoso en el
interior. Se lo comunicaron a Juan y, por un tiempo, respiró tranquilo, si
bien ese tiempo coincidió con el hecho de que se
acostaba antes y muy cansado, y el supuesto inicio del jaleo le cogía
con el sueño profundo, pensó.
Pero esa
situación duró poco tiempo. Una noche se levantó exaltado, sudoroso, se
tiró de la cama, dio la luz de la habitación y subió la persiana: vio
luz en la habitación de enfrente, vio sombras moverse entre las rendijas
de la persiana, le atronaban en la cabeza la música y los
gritos. Abrió la ventana y gritó él también al cielo de la
noche:
- ¡Callad
y quitad la música...!
Al
instante se encendieron las luces del resto de habitaciones que daban al
patio. Juan salió corriendo hacia el pasillo de su planta y se
dirigió hacia el piso del que procedían los ruidos. Aporreó la
puerta, no abrió nadie. Los vecinos
de la planta también salieron al pasillo y le
preguntaron qué pasaba.
- ¿No habéis
escuchado los ruidos que salen de este piso? – dijo exaltado.
- No hemos
escuchado nada, Juan… - dijo un hombre cuya ventana del
dormitorio daba a la calle.
- ¿Y
vosotros? – dijo dirigiéndose a los que compartían patio - Es
imposible que no hayáis...
- Aquí no vive
nadie, hombre – le dijo uno de ellos, interrumpiéndole -. Lo
habrás soñado...
- He visto luz en
la habitación, he escuchado música, voces, risas...
Acudieron vecinos
de otras plantas en pijama, otros con la bata puesta, alguno, menos
pudoroso, en calzoncillos, a los que habían despertado los
gritos extemporáneos. Juan fue a su encuentro y, nervioso, con voz
temblorosa, les preguntó:
- ¿Vosotros
tampoco...? - no consiguió terminar la frase.
- Nosotros hemos
escuchado gritos, sí…
- Yo he escuchado
mucho jaleo, mucho jaleo, que es una vergüenza… - dijo la señora
mayor de pelo rojo del último piso.
- Pero si las
habitaciones de tu piso dan a la calle, ¿qué coño vas a oír tú? – dijo otro
vecino que no tenía muy buena opinión de la vecina.
- ¿Veis como no
miento? – dijo Juan, más tranquilo al ver que alguien corroboraba su
versión.
Como no abrían la
puerta, ni se escuchaba nada, ni había luz, se fueron todos a
dormir y quedaron en que, si se volvía a repetir el alboroto, llamarían a
la policía para coger a los intrusos in fraganti, aunque Juan dijo
desconfiar de la policía.
Al día siguiente,
Juan volvió a escuchar los gritos. Esta vez no se levantó de la cama, ni dio la
luz de la habitación, se limitó a tomar el móvil de la mesita de noche y marcar
el número de la Comisaría de su barrio porque decía no confiar en el 091. Antes
de que dijese nada, al otro lado de la línea telefónica, una voz ronca de
hombre, le soltó a quemarropa:
- ¿Otra vez tú, Juan? ¿Qué es lo
que te ha pasado ahora, buen hombre…?
23.
El profesor nos da el primer párrafo y nosotros continuamos el relato.
ENCERRADOS
Esta
vez nos han encerrado en una fría habitación, desnuda, a oscuras, en la que, a
través del marco de la puerta, se cuela un mínimo rayo de luz que disuelve algo
la oscuridad. Nos han ordenado que permanezcamos sentados en la silla que está colocada
en el centro de la habitación, espalda contra espalda. No hablamos; a veces el
miedo es paralizante. Buscamos con los ojos algún indicio de dónde estamos. Es
curioso: no nos han atado a la silla, es decir no tenemos escapatoria posible.
Siento frío en las rodillas y muevo las piernas, arriba abajo, sin levantar los
pies del suelo. Siento el sudor en mis manos y cansancio en los ojos. Se
escucha un ruido fuera y tratamos de reconocerlo. Mientras imaginamos, la
puerta se abre y allí se dirige nuestra mirada. Un plano de luz corta la
habitación y llega hasta nuestra silla. Hay alguien en la puerta…
-
¿Qué querrá esta gente de nosotros? ¿Qué
habremos hecho esta vez?
El sujeto que nos mira
desde la puerta, parado hierático en el umbral, tiene cara de asco; nos mira
fijamente, desafiante, y se dirige hacia donde estamos con pasos firmes pero
lentos. Lleva algo en la mano que no puedo distinguir; puede ser una pistola,
pero el haz de luz que penetra desde la puerta le ilumina por la espalda y deja
en la penumbra la mano donde está el objeto. Cuando está cerca de nosotros, se
fija en mi compañera y le dice, con una voz ronca, agria:
-
¿Creías que me ibas a engañar?
La coge, bruscamente, por
el brazo y se la lleva, ahora a paso ligero. Tras el portazo cuando salen, se
vuelven a escuchar los ruidos en el exterior. Me reacomodo en la silla. Imagino
que después vendrán a por mí, o es posible que esta vez sea ella el objetivo
principal. Una mujer, occidental y periodista es un claro objetivo para estos
degenerados. Solo cabe esperar y no quiero pensar demasiado, aunque me resulta
difícil borrar la imagen de mi joven compañera de profesión y de cautiverio, e
imagino…
De nuevo me sobresalta un fogonazo de luz que llega
hasta la silla en la que me encuentro,
aunque
no consigo distinguir
con claridad al soldado que está en el umbral de la puerta; solo veo que está inmóvil,
observando a su presa. Llegan dos tipos más, uno de ellos le dice algo al oído
al primero, éste da unos pasos hacia adelante y se detiene donde podemos vernos
las caras; me escruta con la mirada, da media vuelta y vuelve hacia la puerta.
Hablan entre sí y se van.
Soy consciente de que estoy inmerso
en la primera fase de la tortura: la incomunicación, y, a pesar de no poder
evitar cierta intranquilidad, procuro mantener la calma y no pensar demasiado.
No sé cuántas horas llevo aquí; no me han traído comida y tengo hambre; nadie
ha hablado conmigo. No sé de qué me acusan, aunque para esta gente ser testigo
de sus fechorías ya es suficiente delito porque no quieren testigos, aunque
otras veces ellos mismos, en el colmo de lo perverso, exhiben sus atrocidades
al mundo.
Vuelvo a escuchar el mismo ruido de
antes, suena a algo metálico, como si fuesen rejas desengrasadas que chirrían
al abrirse, pero no recuerdo haber cruzado ninguna reja cuando me encerraron,
aunque estaba aturdido por tanta violencia, tanto golpe, durante la detención.
No debo estar en una cárcel, y pensar que no estoy en una cárcel es algo que me
inquieta porque, si es así, oficialmente no estaría detenido. No existo y si
alguien se interesa por mí, dirán que un aventurero busca aventura y no deja
señales de por dónde se mueve. Siempre es la misma película. Espero que mis
compañeros, o mi agencia de noticias, hayan puesto mi caso en conocimiento de
la Embajada…
De nuevo se abre la puerta y tres
hombres, los mismos de antes, se dirigen hacia donde estoy, gritando en una
jerga totalmente irreconocible para mí, que conozco el idioma que se habla en
este territorio. Como conozco sus métodos, sus gritos no me alteran en exceso.
Me quedo inmóvil mirándoles fijamente. Según se aproximan, a la vez que gritan,
hacen gestos indicándome que me ponga de pie. Obedezco. Uno de ellos se pone
detrás de mí y me coloca una venda en los ojos; después, los otros dos me cogen,
cada uno de un brazo, y me dirigen hacia la puerta. Vuelvo a escuchar el sonido
metálico, ahora cerca, y mientras me llevan, el silencio amplifica el sonido de
las pisadas de los tres militares que me llevan quién sabe adónde. Me dejo
arrastrar. Tengo la esperanza de que todo se resuelva como las veces anteriores
y procuro mantener la mente en blanco, aunque después pienso que me estoy
convirtiendo en alguien ya demasiado incómodo. Debemos estar al aire libre
porque siento frío, quizás sea un patio con un firme irregular, de tierra. Oigo
un grito desgarrador de mujer. ¡Es mi compañera! ¡Hijos de puta! Les digo,
gritando, que la dejen en paz, que ella solo me acompañaba, que si hay algún
culpable de algo soy yo, ella obedecía mis órdenes… No me hacen caso. Siento
intranquilidad cuando pienso que ellos, dado el discurrir de la guerra, actúan
a la desesperada y eso los hace más peligrosos… No quiero pensar que esta vez
posiblemente vaya camino de la muerte…
24. Monólogo
COMER SOLO
Antes de llegar a casa pararé a
comer, se me ha hecho tarde por el atasco en la carretera, total, ya no
voy a hacer nada de lo previsto… Comeré en EL MIRADOR. Hace tiempo
que no voy y se come bien... Pero… Sí… Allí va poca gente del pueblo
a diario a comer; no me encontraré a nadie conocido… Me
apetece comer solo.
He tenido suerte,
está libre la mesa junto a la ventana; me encantan las vistas desde ahí.
Siempre que vengo, si está libre, me siento en el mismo sitio. Me gusta
mirar a la vega, a la sierra, todavía blanca en esta época, que
parece vigilar desde las alturas... ¡Cómo echo de menos este paisaje...!
- Buen
provecho.
Con esta sopa de
picadillo ya habría comido... Qué buen sabor, con tantos tropezones...
Pero son exagerados con las raciones. Con lo que ponen para uno
podrían comer perfectamente dos personas. La última vez me preguntó el camarero
si le pasaba algo a la comida porque me había dejado casi la mitad de
cada plato...
- Disculpe, ¿me
puede dejar la vinagrera, por favor...?
- Claro.
Creo que conozco
a esa mujer, pero ahora no caigo. Debe vivir fuera…
¿Cómo la ha llamado el camarero, Isabel? Isabel… Isabel era la
hermana de mi amigo… Hace tanto que no la veo…Pierde uno el
contacto con las personas y se olvida hasta de sus caras...
A ella le ha pasado lo mismo que a mí y me mira de reojo. ¿Y si
le pregunto?
Fritura de
pescado, con ensalada... Ensalada… Ahora necesitaré yo la
vinagrera...
- Ahora eres tú
el que necesitas aliñar la ensalada, Antonio…
Me llama por
mi nombre: ella sí me ha reconocido...
- ¿Eres
Isabel?
Claro, es Isabelita, esos
ojos son inconfundibles, aunque ha cambiado tanto… Cuando iba a buscar a
su hermano ella tendría 5 ó 6 años, no más. Qué tiempos, y qué perra tenía yo
con echarme novia aquí y volver definitivamente al pueblo,
cuando no había nada en qué buscarse la vida. Menos mal que no cometí
semejante locura, aunque, nunca se sabe. Seguro
que también habría salido adelante…
Qué adobo más
rico tiene el cazón y lo demás en su punto, pero excesivo...
¡Exagerados! Picaré algo y un poco de ensalada y listo…
- ¿No te ha
gustado el pescado?
- Está riquísimo
pero no puedo más...
- ¿Postre?
- No. Café
solo.
- Isabel te
invita a una copa.
La miro, levanto
la copa con intención de brindar y le digo gracias. Ella repite el gesto,
inclina la cabeza y sonríe.
Estoy deseando
llegar a casa, deshacer la maleta, echarme un rato...
25.
Alguien habla por teléfono
UNA
LLAMADA EXTEMPORÁNEA
- Te
tengo dicho que no quiero que me llames a casa.
-
…
-
Pues claro que está aquí, ¿dónde va a
estar a estas horas…?
-
...
-
No, no te entiendo… Te lo he repetido mil
veces.
-
…
-
Yo también te quiero, pero me lo puedes
decir mañana, o si no, utiliza el whatssap.
-
…
-
Sí, sí… No tengas tanta prisa… Soy yo
quien tiene que dar el paso… Sí, y lo voy a dar, pero dame tiempo…
-
…
-
Eh, no te pases, él es una buena persona y
no quiero hacerle daño; no le insultes…
-
…
-
Pues a lo mejor me lo pienso, ¿sabes?
-
…
-
Sí, sí, veinte años, una hija, una
historia… Todo eso no se puede ir por la borda en un santiamén, requiere un
tiempo …
-
…
-
Vale, vale, perdonado, pero que no se
repita, somos personas civilizadas que hacen las cosas civilizadamente.
-
…
-
Está bien…
Se abrió la puerta del
salón.
-
Bueno, hermanita, mañana te cuento, que es
tarde…
-
…
-
No, no te preocupes, te llamo yo y nos
tomamos un café… Un besito…
26.
Una laguna en el día
RUTINA
Su vida era apacible, rutinaria, sin más sobresaltos
que los que depara la vida cotidiana al hombre común. Acababa de cumplir los
treinta y estaba más preocupado en el devenir de los acontecimientos políticos,
‘El fin de la historia’ que preconizaban los ultraliberales, que en su propia
situación.
A los 8:30 en punto, como
cada día, sonó el timbre de la oficina. Jesús pensó que no era el jefe porque
éste acostumbraba a llamar varias veces, como si se le quedase pegado el dedo
en el timbre. Abrió la puerta. Era el jefe. En vez del saludo amable, al que
solía acompañar algún comentario banal, dijo un ‘buenos días’ seco, bajando la
vista y encaminándose hacia su despacho. Volvió a su mesa, y, antes de sentarse,
sonó el interfono y a continuación la voz del jefe que ordenaba: “Jesús, ven al
despacho”. Me lo podría haber dicho antes? – pensó. Según avanzaba por el
pasillo, el gesto serio del director y ese tono autoritario le intranquilizó.
¿Qué querrá…? “Cierra. Siéntate”, le dijo nada más asomar por la puerta.
Después de media hora
salió del despacho con gesto demudado. Las compañeras de la sala contigua, que
habían escuchado la conversación, le preguntaron qué sucedía. Él negó con la
cabeza, no le salían las palabras. Se encerró en el cuarto de baño y
transcurrido un rato un compañero le llamó… “Jesús, sal, ya sé que pasa,
tranquilízate”. Cuando salió le echó el brazo por el hombro y le acompañó hasta
su mesa. Las palabras de consuelo no hicieron sino ahondar la herida: Sí, soy
el más joven de la empresa, tengo el futuro por delante, estoy bien preparado,
pero, ¿por qué yo?… - se preguntaba. Se dispuso a terminar las tareas
pendientes con la vista inmersa en los papeles, en silencio, silencio sepulcral
que los demás respetaron.
Durante la comida pidió
que no trataran de consolarlo, que no hablaran del tema y así hicieron, aunque
fueron inevitables las palabras de ánimo. Nada más terminar la comida, no
participó en la sobremesa habitual; los dejó en el restaurante y se fue a dar
un paseo por el parque cercano para tratar de atenuar la tensión que le
atenazaba.
Su compañero, el Jefe de
Contabilidad, antes del final de aquella jornada le dijo que le llamaban otra vez
al despacho. El Director, en la puerta, le dio un abrazo que Jesús no
correspondió. Salía de aquella postrera reunión con una escueta carta de tres
líneas y un cheque con una cantidad que, supuestamente, compensaría diecisiete
años al servicio de la empresa.
A las 17:30 llegó a su
fin aquella jornada. Se despidió de todos. No quiso pararse a tomar una cerveza
como cada tarde y se fue directo al Metro. Bajó las escaleras y entró en un
vagón atestado de gente. Miró por encima de las cabezas y solo vio una masa
informe, ajena a su situación. Tembló. Se tragó las lágrimas. Era incapaz de
imaginar que había más allá de ese día que había hecho añicos su plácida
rutina.
27.
Monólogo interior. A quién buscarás
ABSTRACCIÓN
(1977)
¡Cómo me aburro! Me pidió tantas veces que le acompañase
que ya no podía negarme. Cumplo hoy y en paz. Él sí parece estar en su
ambiente… Pobre iluso. Cuando no les interese le darán la patada en el culo.
Ahora…. Cada reyezuelo necesita su bufón. Y me deja en medio de esta selva y
desaparece…
Me quedaré un rato y me
voy, mientras, seguiré el juego. Los cuadros me gustan, estéticamente, el
colorido, pero que me expliquen por qué este que tengo delante es un atardecer
en Denia. Me acerco y solo veo brochazos sobre un lienzo; de lejos, sí, bueno,
es agradable a la vista. Reconozco que no tengo ni idea de pintura… 700.000
pesetas. Si me sobraran 700.000 pesetas no me lo gastaba en este cuadro, no…
¿Dónde se habrá metido?
Tomaré una copa… Vino blanco es lo que bebe la mayoría… No, yo cerveza. Así
pasan su ociosa vida estos parásitos de la sociedad, entre cóctel y cóctel, y
luego dan lecciones de esfuerzo. Allí está mi amigo anarquista, en un aparte,
departiendo ante el cuadro estrella con alguien con pajarita… Luego mucho
Ricardo Mella, Bakunin y Proudhom. Y quiere que todos seamos iguales, sí, pero
mientras llega la revolución, al lado del enemigo…
Debo llevar dibujado en
la cara que no pertenezco a este mundo, me miran, me escrutan, como si se
hubiese colado un cuadro realista entre tanta abstracción… ¿Y si le acerco el
cigarrillo al vestido a la vieja de los morros inflados, a ver si deja de
mirarme…? Hostia, viene hacia mí, le debe gustar lo exótico. Me despistaré. La
dueña de la galería sí está guapa, y me ha saludado con dos besos y una
sonrisa, ¡cuánto exceso!
Cuando aparezca mi amigo
Angelito le voy a decir cuatro cosas por dejarme abandonado en medio de tanto
buitre. Además, me podía haber dicho que era pintura abstracta. Lo mío es el
realismo; él es muy de abstracción, sí, “para copiar la realidad ya está la
fotografía”, dice. Tan abstraído le tiene el encanto de la burguesía que se
olvida de su día a día como auxiliar administrativo.
28.
El último momento del día
COMO
CADA DÍA
- Acuéstate
que te vas a dormir aquí, - me dice mi mujer cuando empiezo a tomar posiciones
en el sofá
-
¡No me voy a dormir! – contesto demasiado
seguro de mis posibilidades.
-
Faltaría más...
De sobra sabe ella que no
voy a tardar mucho en quedarme dormido, como cada día. Llegada mi hora, da
igual televisión, lectura u otra actividad, Morfeo me ataca y caigo rendido,
sin remisión, en sus brazos reparadores. A duras penas llego, cuando llego, al
final del plan preestablecido, y más después de que ella desista en la batalla
por el sofá y me lo deje todo para mí.
El relax excesivo me hace
entrar en el duermevela anterior al sueño; de vez en cuando abro los ojos y ahí
sigue la película, con sus protagonistas
pasando delante de mis ojos como estrellitas fugaces que hablan un idioma
que ya no entiendo. Y cuando se me cierran los ojos, en contra de mi voluntad,
sigue en mi cabeza el runrún de la película como banda sonora que me acompaña
hacia el sueño. Como una ráfaga pasa algún detalle del día. Ahora escucho mi
respiración pausada. Ya no puedo abrir los ojos. Después se hace el silencio
absoluto. Me rindo…
-
¡Papá, ve a acostarte!
He oído un grito, pero
solo abro los ojos cuando mi hijo me da unos golpes en el hombro. No digo nada,
miro alrededor con los ojos entornados y me deslumbra la luz de la lámpara. Me
levanto, me dirijo al dormitorio en un estado de flaccidez mental y corporal, y
como un autómata realizo las operaciones previas… Después me tiendo, me arropo,
miro a la ventana, y las rayitas de luz que se cuelan a través de las lamas de
la persiana son como líneas que me indican el camino que lleva al sueño... Mi
mente ya es una línea continua, como un encefalograma plano, no hay nada en
ella, todo es oscuridad, todo es silencio… Todos duermen...
29. Ruido y furia
DESORDEN
¡Joder, esto no puede ser…! Cada vez que voy a la
estantería me la encuentro desordenada; sacan libros, los dejan de cualquier
manera menos devolverlos a su sitio. Así no hay manera de convivir. ¡Me estoy
hartando! Si los cojo aquí me las pagan todas juntas… Siempre igual. No
escuchan. Les importa un pimiento lo que les diga… ¡Estoy harto! ¿Es tan
difícil ser ordenado?
Mientras despotrica contra todos, aparece el hijo por
la sala:
-
¿Qué te pasa, con tanto grito?
-
¿Que qué pasa? ¿No ves como lo tenéis
todo?
-
No es para tanto…
-
No me digas que no es para tanto, que
todavía…
-
Venga, hombre, no seas histérico.
-
A mí no me digas histérico, hostias…
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