En
estos tiempos que corren en los que lo banal se ha hecho dueño del discurrir
humano, hay un auténtico furor por la práctica del deporte en edades poco
apropiadas para ello, en muchos casos por puro esnobismo. A personas mayores y
muy mayores nos ha dado por el futbito, la media maratón, entera, cuarto y
mitad, el footing (éste principalmente a ejecutivos estresados y damas con
cartucheras en los laterales) o el andar deprisa (a las víctimas del colesterol
y del azúcar). Yo estoy entre estos últimos,
pero a la fuerza porque nunca fui de mucho deporte, o de ninguno, incluso,
cuando practico, suelo hacer alguna parada para tomar un cafelito o una caña,
dependiendo de la hora del día. Yo disfruto los deportes por televisión. Punto.
Me gustaría que alguien hiciera alguna vez un estudio de las muertes que
provoca esta práctica del deporte en edades tardías, que está bien andar
rapidito, pero sofocarte y pasar las de Caín, con un sol de justicia o con
lluvia pertinaz, porque te ha salido un poco de barriga y por querer ligar
cuando has pasado de los cuarenta, que yo los veo por esas calles de dios a
horas intempestivas, pues no está nada bien, pero que nada bien, y no puede ser
saludable.
Mi
poca afición por lo deportivo viene de lejos. Cuando era un niño de once años
me tocó inaugurar el colegio de la Alhóndiga, el Francisco Franco de entonces,
con dos edificios, uno para chicos y otro para chicas, varias plantas con amplias
aulas y espacios comunes, dos patios de recreo, y gimnasio. Gimnasio: mi
martirio. El colegio del que procedíamos era el Sagrado Corazón (se puede
observar cómo los nombres de los colegios de la época no tenían nada que ver
con el Régimen ni con la Iglesia, los que ejercían la dictadura), vetusto
colegio ubicado cerca del Ayuntamiento y al que nos teníamos que desplazar
cruzando la peligrosa vía del tren.
En
aquella época no había gimnasios en los colegios por los que había pasado en mi
largo peregrinar por el mundo, y, por tanto, tampoco sofisticados aparatos de
tortura como el potro (después supe que algo denominado así estaba en los
centros de detención de rojos), el plinto, las escaleras de madera en las
paredes para simular que te colgabas, etc. Yo era poco deportista, más bien
nada deportista por aquella época, y desde el principio me resultó imposible
saltar sobre esos deleznables aparatos que sólo servían para que los patosos
nos diéramos tremendos porrazos en nuestras partes blandas. Menos mal que el
profesor era buena persona, y viendo que me mataría, me dijo: “Morillas, tú
conmigo para atender a los heridos”. Así me convertí en masajista accidental;
atendía a quien se golpeaba, o se caía, les daba agua, me interesaba por su
estado: “¿Te has hecho mucho daño, dónde te has dado?, etc. Los consolaba y
poco más. Para cubrir el expediente me recomendó que me apuntara al equipo de
fútbol y así lo hice, además encantado porque me gustaba ese deporte y algunos
sábados por la tarde nos íbamos a los trigales que había al otro lado de la
carretera que, para más desgaste de nuestra débil figura, estaban en cuesta, y
dábamos cuatro patadas a pelotas de goma; las de reglamento eran demasiado caras
para las economías de nuestras casas.
Yo
pensé que el entrenador-profesor me
pondría de masajista, como en el gimnasio, pero no, me puso de suplente, pero
tan de suplente que me empezaron a llamar Manolín Bueno, el eterno suplente de
Paco Gento en el Madrid de la época, que estuvo quince años en el Madrid y no
sé si llegaría a jugar un partido completo. En el primer partidillo que jugamos
ya me puso con los malos, pero yo era peor: no llegué a tocar la pelota ni una
sola vez, corría como pollo sin cabeza pidiendo que me pasaran el balón,
incluso se lo pedía a los compañeros por favor, pero no sabían entonces lo que
significaba la palabra solidaridad –no sé si ahora lo sabrán porque quien mal
empieza…- y me ignoraban porque yo era uno de los listillos de la clase y eso,
antes y ahora, está muy mal visto. No era titular ni en los entrenamientos
cuando jugaban seis contra seis. Le preguntaba al maestro-entrenador por qué
cometía esa injusticia conmigo: “Tú, a hacer carrera continua y cuando tengas
fondo físico, te pongo”. Pero a mí la carrera continua me producía flato y
paraba rápido. Alguna vez, para contentarme me ponía de árbitro, pero también me
agobiaba con sus reproches: “Morillas, que eso no es falta”, o “que no es
penalti”, o “que no lo expulses, hombre”. El caso era contradecirme y estuve a
punto de colgar las botas, bueno, las zapatillas, porque botas de fútbol no
llegué a tener nunca, pero me contuve por si me suspendía; no era cuestión de
que el orgullo manchara mi expediente. Como se ve, para mí todo eran peros.
Un
día el profesor concertó un partido con chicos de otro colegio y jugamos en el
campo del Getafe, en el barrio de San Isidro, campo reglamentario de tierra, y
no lleno de baches como el del colegio, con vallas alrededor y con árbitro
vestido con pantalones cortos, aunque el resto de la vestimenta dejaba mucho
que desear, llevaba camisa de vestir, zapatos negros y calcetines blancos, para
que se distinguiera mejor y porque entonces el sentido de la estética no era
tan pronunciado como ahora que tenemos que ir a correr –bueno, o a andar
deprisa- bien equipados con el conjuntito del Decathlon, algunos incluso no lo
hacen si no es con marca deportiva de postín, porque, ¿qué va a decir la vecina
si me ve correr por el barrio con marcas del Alcampo? Yo me moría de envidia al
ver que tendría que ver el partido desde el banquillo, pero un golpe de suerte
vino a paliar mi desazón. Cuando faltaba un rato para acabar, un compañero se
estrelló contra un poste y se hizo una brecha sangrante en la cabeza. El
maestro y yo corrimos a socorrerle, bueno yo, a estorbar, y él se lo llevó al
ambulatorio. Antes de irse, como íbamos ganando, dijo que se suspendiera el
partido pero el entrenador del equipo contrario dijo que de
eso nada, que iban perdiendo. Ahí me di cuenta de que no confiaba nada en mí. Siguió
el partido y yo tuve mi oportunidad porque éramos doce justitos, pero no la
supe aprovechar. Como jugaba poco, o nada, no conocía bien la dinámica del
juego, no sabía posicionarme sobre el campo porque no distinguía bien un
defensa o un medio de un delantero, y al portero sí porque se vestía de manera
diferente; sólo sabía que el juego consistía en perseguir el balón, uno para
veintidós, y meterlo en la portería, y poco más. Me dijeron los compañeros que me
colocase en la defensa en vez de en otro lugar donde estorbara menos, y porque
íbamos ganando y había que defender el resultado, y el primer balón que llega a
nuestra área, por un acto reflejo, lo paro con las manos: penalti, y nos
empatan. Sacamos de centro, echan la pelota para atrás donde yo estaba, que no
sé por qué tuvo que llegar donde yo estaba, me hago un tremendo lío, los otros
que me acosan como un ejército enemigo envalentonado, me la quitan y fusilan al
portero. Gol, 2-1 y perdemos el partido. Hasta que acabó el partido ya no quise
ni ver el balón, cuando iba para un lado yo corría en sentido contrario como
alma que lleva el diablo: no quería ni verlo. Dio tiempo a que volviera el
profesor y viera el marcador. Me llamó a la banda: “Morillas, ¿qué has hecho?”
Había adivinado que el causante del desastre había sido yo.
Al
acabar el partido le dije al profesor que me retiraba del deporte. “Te
entiendo”, me dijo, y así, con once años, acabó mi carrera deportiva para
siempre, tanto que, por culpa de la depresión, ya ni aprendí a nadar, ni a
montar en bicicleta, ni a chiflar, ni a los deportes de salón como billar,
futbolín o ping-pong, y hasta hoy. Anduve preocupado hasta junio por la nota
que me pondría en gimnasia que podría manchar mi expediente académico, pero el
bueno de don Carlos me dijo que me
pondría la nota media del resto de asignaturas: un diez. Como para fiarse de
los expedientes académicos.
Así
se inició mi relación de amor-odio con el deporte y con algunos episodios que
me marcarían y que a punto estuvieron de marcarme para la eternidad. Y estos
episodios tienen que ver con la natación y con la bicicleta. Ni sé nadar ni montar
en bici, como decía más arriba. “Todo el mundo sabe nadar y montar en
bicicleta”, me dicen. Todo el mundo menos yo. Cuando íbamos a la piscina veía cómo
mis amigos se pasaban las horas en la
parte profunda flotando como si fuesen pelotas o peces, o cómo se exhibían
delante de las chicas tirándose de cabeza desde el borde de la piscina, o desde
el trampolín haciendo figuras con el cuerpo y ellas embobadas mirando con
interés el espectáculo; yo los miraba con la resignación del inútil que maldice
su suerte, en este caso su ineptitud. Me sentía desgraciado porque me daba
pánico el agua y sólo era capaz de meterme por la parte menos profunda, la del
metro diez centímetros, donde hacía pie, y de pie. Pero un día me tocaron la
moral, que si eres un cobardica, que
si tal que si cual, y me dije: hazlo, tírate de cabeza. Y me tiré, pero como no
sabía flotar, me tiré por la zona menos profunda, donde hacía pie, sin conocer
la técnica del lanzamiento ni del aterrizaje (¿?). Resultado: tremendo golpe en
la cabeza que pensaba que me moría, que hasta vomité y les fastidié la mañana
porque me tuvieron que llevar a casa.
Desde ese bochorno, desistí y siempre me siento en el borde y me meto
despacito con los pies por delante y por la zona donde hago pie y en la playa
hasta donde me llegue el agua a las rodillas, que la mar es muy traicionera y
una mala ola te la juega.
Respecto
a la bicicleta, también confieso que no sé montar. De niño estuve muy ocupado y
no aprendí, entre otras cosas, porque a mi alrededor no había bicicletas. En la
mili me sucedió un episodio con un teniente que casi me cuesta caro, cuando me
envía a la Plana Mayor a llevar un sobre para un Coronel y yo me voy andando.
“Morillas, coge la bicicleta, que es urgente”. “Mi teniente, que no sé montar
en bicicleta”. “Me cago en tu padre, cabronazo, no me tomes el pelo. ¡Coge la
bicicleta, me cago…!” Cogí la bicicleta pero no pude mantener la verticalidad y
caí al suelo. Y así repetí la acción varias veces. Cuando se convenció de mi
ineptitud, volvió a gritarme como un energúmeno: “Sal corriendo y llévalo, que
te vas a enterar cuando vuelvas”. Fui corriendo y temblando, las dos cosas al
mismo tiempo, esperando lo que me tendría guardado el colega a la vuelta. Menos
mal que era un ser despreciable y cuando volví ya estaba en la cantina de la
sección dando cuenta de la botellita de 103 que caía cada día y cuyas señales
indelebles llevaba en su cara roja como los tomates rojos que empiezan a
picarse. No pasó nada, solo que me dijo, cuando se acordó del episodio de la
bicicleta, que hasta que no aprendiese a montar en bici no podría sacarme todos
los carnets de conducir, lo único de provecho que podía llevarse uno de ese
episodio militar en la vida de quienes lo padecimos, pero como fuera de allí yo
tenía mi trabajo y no me pensaba dedicar al mundo del transporte, pues desistí.
Cuando
ya estaba del todo convencido de que el deporte no era lo mío, mis amigos me
convencieron para que algunos sábados o domingos fuese con ellos al Cerro de
los Ángeles a correr, y así lo hice; decían que venía bien, y que te oxigenabas y que tal y cual pero yo me
asfixiaba y terminaba el circuito siempre andando porque el problema del flato
y la falta de fondo físico se había acentuado gracias al tabaco, las cañas, y
algún que otro cubata y otras aficiones menos saludables que el correr entre
los pinos y que había adquirido con el correr de los años. Fui durante un
tiempo porque después del deporte nos bebíamos unos botellines, como ahora
hacen los que practican deportes poco adecuados para su edad, con la excusa de
estar en forma y que lo único que quieren es perder de vista la mañana del
domingo, o del sábado, o ambas, a la mujer, dar cuatro carreras y después
tomarse unos cubos de botellines, que yo los veo en mi barrio, que con el traje
de faena y todavía sudorosos, invaden las terrazas de los bares que es donde se
puede fumar y beber al mismo tiempo. Y luego que si deporte, que si vida sana,
y que si gaitas…